El lenguaje político
El modelo de Estado español, elegido por medio de un plebiscito, se instauró en 1978, algo que, para envidia de propios y extraños, continúa vigente, porque lo único deseable sería mejorar los frutos ya alcanzados, que no son pocos, si analizamos comparando esta época vivida con las anteriores, y sin pensar en un retroceso, como lo pretenden ciertas voces, quizá anacrónicas y trasnochadas, en busca de una utopía.
El modelo de Estado español, elegido por medio de un plebiscito, se instauró en 1978, algo que, para envidia de propios y extraños, continúa vigente, porque lo único deseable sería mejorar los frutos ya alcanzados, que no son pocos, si analizamos comparando esta época vivida con las anteriores, y sin pensar en un retroceso, como lo pretenden ciertas voces, quizá anacrónicas y trasnochadas, en busca de una utopía. Actualmente, no parece consecuente ni conveniente plantear un cambio de modelo de Estado con cada generación de políticos que se le ocurra manifestar que ella no ha votado la Constitución vigente, pues no se debe tirar por la borda aquella institución, como es la monárquica que, aún no ha caducado, no ha fallado en lo que la Constitución le tiene asignada, no se le ha caído el precinto de garantía, cuando la bonanza o la desdicha vivida por los fallos sociales cometidos, que son muchos, sólo pueden achacarse a los responsables de los partidos políticos informales y a cualquiera de los Gobiernos que han ayudado a la convivencia con la legislación en la mano. En tal caso habría que renovar las instituciones sin soliviantarlas.
Si el actual modelo de Estado, por un descuido constitucional, se cambiara totalmente, sería un gravísimo error, que nuestros descendientes no lo perdonarían, pues difícilmente alcanzaría, incluso en el mismo tiempo transcurrido, la cota ya conquistada, que constituye una plusmarca para el futuro. Sin nombrar regímenes, lo mismo que partidos políticos, desde la izquierda a la derecha más o menos recalcitrantes de este planeta, con numerosos ejemplos históricos, todos ellos han intentado elegir, y casi todos lo han conseguido, un heredero nombrado a dedo, aunque no siempre de sangre como lo hace una monarquía. No ver esto, que parece tan nimio, es como entrar en el círculo de la subnormalidad política.
Sería de agradecer que, en esta nueva etapa que en breve se va abrir, los pasos que se dieran, sino calcados, fueran muy parecidos a los que han dado prosperidad a un país que salió de un directorio militar hace ya la friolera de treinta y ocho largos años. El actual Parlamento, una vez que ha pasado su meridiano legislativo, debería hacer algo muy similar al mutis por el foro que, en su momento, hicieron las Cortes franquistas. El actual sistema de gestión política, nada ejemplarizante, al que se le ve el pelo de la dehesa, está obsoleto, necesita un gran cambio, porque se ha empeñado en empobrecer a la clase media, hasta casi hacerla desaparecer, cuando siempre se ha presumido que era el motor de la economía. Asimismo, convendría que a S.M. el rey abdicante don Juan Carlos I, dada su magnífica y amplia preparación, se le asignara un papel vitalicio, se le nombrara embajador en misiones especiales y extraordinarias, pues su buen hacer, sus espléndidas artes diplomáticas han estado a una altura inconmensurable para el reino de España, donde los políticos y empresarios solicitantes no alcanzaban a llegar.
La Constitución española quizá esté a falta de alguna que otra enmienda actual, que habría que redactar sin miedo, pero con seriedad que, por encima de todo y sobre todo, consiga realzar y mejorar en favor de todos los españoles, que adelgace a lo mínimo exigible el actual inacabable andamiaje del Estado, no como quieren ciertos partidos políticos irresponsables, codiciosos, de normas internas dictatoriales, a fin de evitar los errores que, con el paso de los años, se han visto que existen. Estos mismos partidos políticos deberían preocuparse de allanar el camino para poder hacer elecciones primarias directas, pagadas por sus fieles allegados, y no por el Estado. Asimismo, la sociedad agradecería que se limitara el número de personas aforadas vitaliciamente, que en nada beneficia a esta democracia parlamentaria, tomando ejemplo de otros países que, como Alemania, EE.UU., Gran Bretaña, no tienen aforados, mientras que en Italia y Portugal sólo tienen uno, por el contrario Francia tiene veintiún aforados, mientras que España es la nación que ostenta el récord Guiness de los políticos aforados al contar nada menos que con diez mil, porque un político español, si no está aforado, no es nadie.
Por último, lo que los medios de comunicación social han llamado, y llaman cada día, singularidad con señas de identidad propias de unas regiones o comunidades autonómicas es sólo una concepción política, un engaño histórico, una traición hacia los votantes, ya que si se lee con atención lo que representa la bandera española, desde hace más de cinco centurias, sólo se ven estampados los símbolos, de izquierda a derecha y de arriba a abajo, que representan a Castilla, León, Aragón, Navarra, mientras que el resto estaba incluido, en estos reinos primigenios, aunque no les guste estar actualmente, de ahí su pataleta política, a modo de mosca cojonera. Si se quisiera, sobre este tema, se podría disertar hasta la extenuación, pero aunque así fuera, nadie conseguiría cambiar el pasado, a no ser que los políticos interesados en estos menesteres viajasen en el tiempo, mientras al resto de los españoles les indujeran amnesia total.
Ya que los melindrosos políticos españoles, a pesar de haber jurado o prometido guardar y hacer guardar la Constitución, no quieren, no saben, no pueden poner en marcha la ejecución de los artículos tipificados en el Código Civil, vulnerados por ciertos colegas suyos que, a la luz del día, manifiestan ser secesionistas, se aconseja y se recomienda al actual Gobierno que disuelva el Parlamento y anuncie los comicios electorales generales el mismo día que se pretende hacer una consulta ilegal en la Comunidad de Cataluña. Tienen menos de seis meses para impulsar una nueva época sin perderse en una discusión inacabable sobre si son galgos o son podencos.
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