Derroche administrativo
El derroche y la burocracia son el incontrolable cáncer de la Administración central española, y no digamos de la autonómica con sus más de cuarenta mil millones de euros anuales en gastos, aparte de generar setecientas mil páginas anuales de boletines oficiales; páginas cuyo papel, en la mayor parte de las ocasiones, es mojado...
El derroche y la burocracia son el incontrolable cáncer de la Administración central española, y no digamos de la autonómica con sus más de cuarenta mil millones de euros anuales en gastos, aparte de generar setecientas mil páginas anuales de boletines oficiales; páginas cuyo papel, en la mayor parte de las ocasiones, es mojado, pues raramente, por no decir nunca, llegan a ponerse en práctica, aunque sí sirven para decir dónde emplean sus señorías el tiempo necesario para que bien se les remunere.
Lo habitual, desde que las mentes dirigentes amasaron la idea de que un país como el reino de España tenía que desarrollar unas comunidades autónomas, llamadas antes regiones, y algunas más, es que en su afán depredador, en su megalomanía, cada vez que decretan una normativa, incluso una ley, hasta diecisiete diferentes para resolver la misma cuestión, y lo saben, alargan un paso más en el camino hacia la invasión de competencias estatales, y se queden tan anchos como largos.
El Consejo de Estado, sin ir más lejos, está integrado por ciertas personas que, gracias a los servicios prestados, dicen B cuando, antes de ser elegidos decían A. Y que convertido en una ironía política cuando se conoce que uno de sus integrantes, tal que el ex presidente ZP, acomplejado, anoréxico, apocado, gafe, iluminado, inseguro, simple, haya aupado el estatuto catalán actual, sólo para asegurarse una continuidad cuando jamás ha ejercido en una empresa privada ni ha sufrido una dura oposición.
Una prolongación de esta institución son los diecisiete consejillos autonómicos, cementerio para elefantes, lugar adecuado para aquellos políticos que necesitan de la subvención de los contribuyentes para continuar figurando sin figurar más que en eventos extraordinarios, no así su sueldo mensual.
No hay que olvidar que gracias a J. L. R. Zapatero se abolió el delito de traición que Mas fomenta y ensalza gracias al actual estatuto catalán. En los tres últimos años el impresentable y desobediente presidente de la región catalana ha recibido más avisos que un torero en una mala tarde de toros. Y, ¿qué? Pues, aunque lo sabe, continúa andando para hacer su camino porque el Gobierno central, en plena dejación de funciones, se dedica a enviar, cada vez que es amenazado con la vía independentista, por medio de su tesorero hacendístico, un cheque en blanco. No contento con esto, su quehacer casi diario lo pone en manos del Tribunal Constitucional. Excusas. ¿No sabe, no quiere, no puede?
¿Alguien puede prestar una pluma estilográfica de renombre para firmar la suspensión in perpetuum de la autonomía de la región catalana? Si el Consejo de Estado acusa a Arturo Mas de falta de lealtad reiterativa, ¿a qué espera el Gobierno para actuar? Mas y los demás: inhabilitación inmediata, cumplimiento de pena por delito de alta traición al Estado y, después, pensión mínima.
Sé el primero en comentar