Los rasputines, por Manuel Olmeda
Me cuesta trabajo conjeturar que las tórridas temperaturas menoscaben la capacidad volitiva o el entendimiento, al punto de ver correlación entre personajes separados por más de un siglo. Tampoco rechazo absolutamente que una y otra circunstancia diverjan en realidad, hipótesis siempre escurridiza. Lo cierto, más allá de cualquier alcance, es que he recogido utensilios, dejo el infierno valenciano -porque no soy de playa- y he venido a mi pueblo en la Manchuela conquense. Si alguien pensara que esta zona es jauja, desde el punto de vista térmico, me veo obligado a corregirle su error.
Aquí, la canícula ronda los cuarenta grados; bien es verdad que crepúsculos y amaneceres alivian muy mucho las temperaturas diurnas. Caminatas al alboreo y una diminuta siesta plácida, sustituta (con escaso entusiasmo) de pretéritas y amenas partidas de dominó, conforma este verano que, comparado con otros antañones, el covid-19 mandará a hacer puñetas. La gente mayor, desimpregnada de jolgorio y testarudez, renuncia acudir al hogar del jubilado. Puro juicio. Conjeturo que esta situación domine todo el territorio nacional por tiempo indefinido.
Rasputín fue un personaje extraño que vivió, desde finales del siglo XIX a principios del XX, en Rusia zarista. Era analfabeto, pero de verbo cálido, seductor. Monje místico y con cualidades curativas, alivió de su hemofilia al príncipe heredero ganándose la confianza, al menos, de la zarina. Semejante hecho, le llevó a conseguir una relevancia política extraordinaria llegando a ser pieza esencial en el gobierno del país. Parece clara su influencia en el ocaso del régimen hasta tal punto que Kerensky, líder de la revolución, llegó a declarar: “Sin Rasputín no hubiera existido Lenin”. Su ascendiente entre los zares le llevaba a nombrar cargos y recomendaciones, despertando envidias fatales dentro de la familia imperial. Esto, unido a probable maniobra de Inglaterra, provocó su asesinato en diciembre de mil novecientos dieciséis.
Hoy, aquí y ahora, constreñidos por una pandemia que está protagonizando cambios drásticos en los aspectos social y económico, por lo menos, transitamos al futuro totalmente desorientados. No obstante, el escenario presente comienza fechas atrás; tal vez, de forma radical, en noviembre del pasado año. Las elecciones generales de ese mes alumbraron dos perdedores cuya opción única era sujetarse entrambos; en puridad, no pactan ninguna coalición, montan un gobierno. Surgen, a la vez, los dos rasputines: Iván Redondo, como promotor, y Pablo Iglesias, el elegido inapelable.
Quizás ninguno dé la talla física (Rasputín era de elevada estatura), pero las semblanzas morales y sus perniciosas consecuencias están fuera de toda duda. Coparticipan, no ya de un analfabetismo funcional, que no objeto, sino de una incapacidad para gobernar más que notable. Grandilocuentes, falsarios, persuasivos, consiguieron de forma ininteligible y postiza el caudillaje que les permite actuar arbitraria e impunemente. Hemos caído en la degradación gubernativa absoluta después de proferir demasiadas invocaciones al ejercicio ético del poder. Denostar la casta, asimismo, es una táctica segura, eficaz, para revestirse y recrearse de ella.
Convendría, antes de proseguir, deslindar algunos conceptos con la ayuda del DRAE. Inteligente dice: “Persona dotada de un grado elevado de inteligencia”. Listo, en la acepción segunda, significa “apercibido, preparado, dispuesto para hacer algo” y en la tercera “sagaz, avispado”. Tonto lo define: Persona falta o escasa de entendimiento o de razón”. Creo que, si analizamos a fondo el correcto enunciado de estos vocablos, valoraremos en su justa medida a personajes y análisis político que de inmediato desgrano con ellos; sin acritud, pero también sin aspavientos cortesanos.
El primer Rasputín -en orden a su influjo, aunque presumible, anónimo- es Iván Redondo, actual brazo derecho (sin coña) del presidente socialista (este epíteto es figurativo, no rúbrica ninguna realidad rigurosa). Su querencia al socialismo y a Sánchez es sobrevenida, pues antes asesoró al alcalde García Albiol y, a posteriori, desempeñó la dirección del gabinete de presidencia con Monago, ambos del PP. Se desprende, pues, que este señor carece estrictamente de venero ideológico. Todo sentimiento o afecto en su quehacer diario viene empeñado, tal vez empañado, por la productividad inherente a quien aspira conservar el puesto.
Sospecho que Redondo es “inteligente” con un punto de pretencioso desdén. Compensa el vacío general de su jefe que (con todos mis respetos a la persona, pese al engreimiento mostrado, puede que por ello mismo) advierto bastante “escaso”. Sin embargo, presiento una estrategia letal para España, el partido y, sobre todo, para Sánchez. Iván se equivocó al no hacer hincapié en pactar con Rivera cuando conformaban mayoría absoluta, recogiendo todos los parabienes, incluso europeos. Erró en programar nuevas elecciones y en sugerir el gobierno de coalición, un acierto solo para él, Sánchez e Iglesias. Pifia los desbarajustes fraudulentos, enredadores, de la pandemia y el nulo plan posterior si hubiera rebrotes descontrolados. Aparte la desastrosa concepción económica, cabe citar el grave oscurantismo imperante.
Existe un aspecto que lo asimila al Rasputín ruso: Este destruyó el imperio y Redondo va a terminar con la monarquía. Infiero que “las informaciones inquietantes que perturban a todos” forman parte del diseño no para derrocar al monarca emérito, ya depuesto, sino para demoler la institución monárquica y destituir a Felipe VI. Ignoro por qué, pero la autoría del proyecto se la atribuyo al jefe del gabinete, probablemente el único con capacidad, maquiavélico y, por consiguiente, mezquino. A lo sumo, habría tres actores principales: el mencionado, Sánchez e Iglesias; trío calavera, irresponsable, suicida.
Iglesias es el Rasputín “listo”, un charlatán -con tres docenas de diputados- aparentando el estadista que necesita nuestro país y Europa. La realidad lo limita a ser comunista extremo, extemporáneo, sumido en un pasado incompatible con sociedades abiertas, democráticas y desarrolladas. Su reseña inconfundible salta a la vista: Avidez por conseguir poder y metamorfosis camaleónica. Nadie como él es capaz de “naturalizar el insulto” y atrincherarse tras una veintena de servidores públicos para impedir caceroladas legítimas. Tiene talante tornadizo, a veces casi monjil. Lanza a sus huestes con el objetivo de descuartizar a comunicadores discrepantes, entre ellos Vicente Vallés al que él mismo denomina “presunto periodista”, y luego dice que la crítica es normal, pero lamenta, reprueba, el ensañamiento con Vallés. Cualquiera se fía de un tipo así.
Podemos apoya a terroristas palestinos y la lucha armada. Sánchez descarta una gran coalición con el PP. Igualdad calla ante el escándalo sexual de Correos. Expedientan al letrado mayor del Consejo de Estado por escribir en ABC una tribuna crítica con el gobierno. No me extraña que, con estas noticias, Europa prefiera a Paschal Donohoe en lugar de Nadia Calviño, condenada sin culpa al ara sacrificial.
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