El precio de premiar la inactividad: trabajar ya no compensa en España / Por Jesús Salamanca Alonso
«En vez de levantar emprendedores, multiplicamos ministerios innecesarios, consejerías duplicadas y asesores cuya labor nadie conoce».

El precio de premiar la inactividad: por qué trabajar ya no compensa en España. Mientras el Estado destina miles de millones a subsidios que perpetúan la dependencia, castiga con impuestos a quienes producen. España no necesita más culpas ni más ayudas eternas, sino una visión que premie el esfuerzo, la innovación y el talento.
En la Biblia de las Américas leemos: «El que no quiera trabajar, que no coma» (2 Tesalonicenses 3:10). Este principio bíblico no es un castigo, sino una llamada al sentido común: el esfuerzo dignifica, la inactividad perpetúa la miseria. Sin embargo, España ha construido un modelo que hace justo lo contrario: premia la dependencia, castiga la producción y convierte el subsidio en herramienta política.
En 2024, el gasto en prestaciones por desempleo superó los 23.000 millones de euros, y en el último lustro la factura roza los 127.000 millones. Paralelamente, la recaudación fiscal alcanzó los 273.000 millones gracias a impuestos directos e indirectos que cargan sobre trabajadores y empresas: IRPF, IVA, Sociedades, cotizaciones sociales. Dicho de otro modo: se exprime al que crea riqueza para sostener a quien no produce.
No se trata de negar la necesidad de una red de protección para quien atraviesa una crisis real. Pero lo que hoy tenemos no es un sistema de apoyo transitorio, sino una maquinaria que perpetúa la inactividad. El resultado es claro: ciudadanos que encuentran más rentable vivir de subsidios que aceptar un empleo precario, una economía sumergida que erosiona la sostenibilidad del sistema y generaciones que heredan la idea de que ?cobrar del Estado? es más fácil que esforzarse.
El drama es que esos recursos, malgastados en mantener vagos y estructuras improductivas, podrían haber transformado España. Si los 127.000 millones invertidos en subsidios eternos se hubieran destinado a fortalecer empresas, hoy tendríamos un tejido productivo competitivo y creador de empleo. Si se hubieran orientado a ciencia y tecnología, seríamos referentes globales en innovación. Si hubieran reforzado la sanidad, no hablaríamos de listas de espera interminables. Si se hubieran destinado a educación, España formaría a las generaciones más preparadas del mundo.
El contraste es doloroso: en lugar de invertir en futuro, invertimos en dependencia. En vez de levantar emprendedores, multiplicamos ministerios innecesarios, consejerías duplicadas y asesores cuya labor nadie conoce. Mientras tanto, los recursos que deberían impulsar excelencia se diluyen en comprar votos a corto plazo.
Y frente a este panorama, tampoco sirven las voces de la ultraderecha que culpan al inmigrante de todos los males. Ese discurso, además de injusto, distrae del verdadero problema: un modelo político que fomenta la dependencia y castiga el esfuerzo. España no avanza porque sigue atrapada entre quienes compran votos con subsidios y quienes buscan chivos expiatorios para ocultar su falta de soluciones.
La alternativa no está en más subsidios ni en más culpas, sino en una visión renovada que premie el trabajo, la innovación y el esfuerzo colectivo. Un proyecto que atraiga talento, tanto de dentro como de fuera, y que convierta a España en tierra de oportunidades.
La consecuencia de seguir igual es clara: una sociedad adormecida, dependiente de la voluntad política, más fácil de manipular y menos capaz de rebelarse contra la mediocridad. Porque cuando se premia la inactividad y se castiga el esfuerzo, el mensaje es devastador: trabajar no merece la pena.
España no es pobre, pero se comporta como tal. Es un país con talento, recursos y una localización estratégica única. Bien gestionada, podría rivalizar con potencias como China o Estados Unidos en sectores clave. Lo que falta no son medios, sino visión: menos burócratas y más emprendedores, menos subsidios improductivos y más inversión en empresas, ciencia, sanidad y educación.
El camino no es complicado de trazar: volver a la verdad que ya nos regaló la Escritura hace dos mil años. Quien no quiera trabajar, que no coma. Ese principio, lejos de ser cruel, es la base de una sociedad justa, libre y digna. España necesita despertar de la mentira de la dependencia y recordar que su fuerza siempre ha estado en el esfuerzo.
España no está condenada: está dormida. Y ha llegado la hora de despertarla.
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