Cicuta política, por Alfonso Campuzano
El suicidio inducido de un partido político liderado por una persona egoísta, que sumado a matices de cierta figura psiquiátrica, ha marcado la ruta de una teórica implosión constitucional.
La Ley de Leyes –Constitución española de 1978 o Carta Magna– no debe ser tan mala, como la pintan sus más que variados ignaros detractores, cuando lo que trata de beneficiar es la convivencia social, que dura ya 40 largos años.
Dado que la uniformidad no existe en la naturaleza es por lo que en toda sociedad, apoyada en el temor, puede dar lugar a que broten secuelas fanáticas que, durante la evolución humana, a través de la noche de los tiempos, apunten cíclicamente a una posible retrocesión.
El baile reiterativo de la yenka –cuyos pasos hicieron furor juvenil como canción del verano de 1965– define muy bien el tipo de política que ejerce cualquier país, incluido el reino de España.
Una pequeña parte de la burguesía de la región catalana –apoyada por inmigrantes de las restantes regionales, durante el siglo pasado, sumados a los ilegales y refugiados internacionales, sobre todo durante el presente siglo, favorecida mediante macroinversiones y macrosubvenciones procedentes del resto del territorio español–, ha elaborado una desorientación doctrinaria basada en la aberración de una quimera económica, sobre todo ambientada en su ancestral costumbre de chantajear al resto de los españoles durante los últimos trescientos años que duran sus incongruentes reivindicaciones sin resolver, y lo que te rondaré morena.
La Historia universal está llena de anomalías humanas, análogas a la colocación de obstáculos, aunque quizá sean necesarias para que cualquier país evolucione. Sin embargo, así no hay país que prospere, pues se necesita un gobernante que no asuma, por cobardía, todo aquello con lo que continúan coaccionando los políticos catalanes. Ya está bien. Durante los últimos cuarenta años, sin olvidar los cuarenta anteriores, todos los gobiernos centrales han dictado innumerables concesiones gratuitas y, de paso, con la mirada perdida.
Con valentía se podría resolver un litigio virtual que sólo ha servido para engordar patrimonios –léase familia Jordi Pujol, Artur Mas, y algún etcétera más–, que no han devuelto ni pesetas ni euros, ni hay visos de que lo devuelvan, quizá porque si mueven la correa de transmisión, por falta de engrasado en cash, el engranaje chirríe.
La salida de pata de banco, por parte del Gobierno, de intentar imponer temporalmente un relator –un funcionario encargado de vigilar conflictos graves, actualmente en standby indefinido– en connivencia con rebeldes independentistas fue resuelta en breve tiempo, dando idea de su programa político, aunque no de manera definitiva hasta que surja el subsiguiente susto.
Insistir en un diálogo constitucional imposible –porque una de las partes se niega desde siempre–, es perder el tiempo y, sobre todo, engañar a los contribuyentes que aportan sus impuestos, casi esquilmatorios.
¿Qué se puede esperar de una sociedad que expone su razón sedada, incluso anestesiada, al permitir que algunos dirigentes políticos no cumplen ni hacen cumplir la Carta Magna, mediante demagogia descarada, desde hace más de treinta años?
Desde hace más de un siglo se instaló la obsesión –figura psiquiátrica por antonomasia–, de querer imponer una ideología izquierdoide aparentemente española, cuando no dispone de ideas propias, sino copiadas de regímenes totalitarios.
La derecha gubernamental, desde el seppuku de Las Cortes Españolas, acomplejada por un marcado sentido de culpabilidad, fue secuestrada por la ideología izquierdoide, sobre todo por los medios de comunicación, que cuenta con la benevolencia social, que permite un discurso antiespañolista, antisocial, y anticultural.
BIBLIOGRAFÍA:
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