Llega la hora de hablar claro
Uno, entrado en años y espectador crítico de esta coyuntura, viene conjeturando alegatos, tesis, que niegan planteamientos considerados indiscutibles. Mi escepticismo confeso, amén de dispensa activa, me impiden ser valedor de nada ni nadie. Tampoco antisistema convencido o folklórico. Simplemente, al igual que millones, soy un contribuyente -antes ciudadano- que abona la pitanza de numerosos sinvergüenzas.
Tal venero legitima el socorrido y popular derecho al pataleo, a poner los puntos sobre las íes.
Este marco -que nos retrotrae a tiempos lejanos- concede por ahora autoridad moral de hablar sin excesivas restricciones. Si mi escrito tuviera eco, las posibilidades de hacerlo menguarían. Seguro que los amables lectores comparten abiertamente párrafos venideros. Al fin y al cabo, padecemos similar trato. Además, siendo conscientes de la farsa, nos sentimos incapaces de frenar tanta ignominia. ¿Soberanos? No, rendidos al sistema, a la zanahoria que pende del palo.
Lo he manifestado en varias ocasiones. Media existencia conviví con el franquismo; el resto, con la democracia. Seguro que -sobre el papel- ambos regímenes son opuestos, aunque la práctica diaria certifique su convergencia. Al principio, uno era reconocida dictadura y otro manifiesta democracia. El tiempo los fue difuminando; tanto, que sus diferencias se tornaron irreconocibles. Al menos, desde mi punto de vista.
Considerando la dilatada etapa que va desde el ocaso de los sesenta hasta el momento actual, no atisbo en ella disensiones sustantivas. Quizás quienes vociferaban a favor de un ordenamiento democrático y lo efectuaran para conseguir puestos orgánicos e institucionales, opinen de forma distinta. Que -de rebote, o no tanto- se imponga este sucedáneo, les importa un bledo. Yo, pese a cuarenta años de actividad docente, jamás alcancé dos mil euros de salario. Otros, muchos, han pasado del paro a retribuciones codiciadas. Sin sacrificios, sin instrucción, sin méritos; con total permanencia, desde temprana edad hasta una jubilación espléndida. He ahí el motivo de elogio a semejante democracia. Cínicos, trincones.
Robo y derroche se dan la mano. Cualquiera puede observar que tanto impuesto, directo e indirecto, no se corresponde con las infraestructuras elementales. Si somos conscientes del elevado gasto en personal, si estamos convencidos de que el Estado Autonómico es económicamente inviable, ¿por qué no exigimos su desmantelamiento? La iniciativa encuentra un freno decidido entre los que se desgañitan afirmando una preocupación total, firme, por el bienestar ciudadano. Banalizan cuestiones importantes mientras acrecientan extraño interés por asuntos triviales. Ello, con el apoyo masivo de medios que venden su deontología al mejor postor.
Aprovechando el celo que despierta en nuestros políticos la soberanía popular, ¿por qué no exigir un referéndum para que los ciudadanos nos manifestemos respecto a la idoneidad del Estado Autonómico? Desde aquí lo propugno e invito a potenciar dicha demanda. Descentralización, sí; autonomía, no. Qué mejor eslogan, sugerente, plástico, para conseguir el objetivo previsto. Con total seguridad, ellos se articularían en nuestra contra. Ni tan siquiera revertir al gobierno central sanidad y educación.
Nuestra democracia, algunas otras también, camina senderos exclusivos; muy diferentes a las demandas sociales. ¿Ahorrar? ¿Pero cómo se nos ocurre tanta maldad? Mientras haya impuestos confiscatorios y deuda pública, los políticos vivirán como potentados. Del mismo modo, la ciudadanía estará cada día más harta e indigente. Eso sí, vivimos en democracia. Recelo cómo actuarían ellos, activistas vocacionales, si fueran individuos de a pie, sujetos pacientes. Crearían terribles problemas de convivencia. Sin embargo, tenemos la suerte de que se han aupado al machito y permiten que disfrutemos una paz cara, tormentosa.
Se están juzgando responsabilidades judiciales de parlamento y gobierno catalanes. Faltan muchos presuntos delincuentes. Faltan cientos de comunicadores de radio-televisión catalana (aun española) y millones de individuos fanáticos que son cómplices necesarios. Cuatro gatos carecen de entidad para proclamar la independencia. Cualquier condena sería legal, legítima, apropiada, pero injusta porque el mayor porcentaje queda impune. La utopía no se catequiza por decreto ley. Suéltenlos y que todos, a coro, gocen la miseria de una Cataluña aislada, autárquica, autoritaria. Acogerlos de nuevo, o no, debiera ser decisión soberana. Por mí, buen viaje; os deseo parecida paz a la que dejáis.
Comprendo que cada cual defienda sus garbanzos. No obstante, hay extremos que no conviene superar por lo funesto de su influencia. Rufián, declara que se está celebrando un proceso parcial debido a la reprobación del fiscal jefe y el distintivo que la guardia civil concedió a Carmen Lamela, jueza en cuestión. Sí, ¿pero hay algo más que lo ilegitime? Conviene poner en solfa aquello que se opone al pensamiento único. A falta de argumentos sólidos, agitación y propaganda. ¡Eh! cuidado. Somos portavoces del pueblo catalán. Vale, pero disolveros; no caben más fantasmas.
Ada Colau, niega las leyes vigentes y sus determinaciones reconociendo legitimidad al cesado gobierno catalán. Otros, alegan la existencia de presos políticos cuando han asesorado a Venezuela, ese país bolivariano cuya televisión difunde la presencia de tanques por Barcelona. Aquí, quien incumple la ley es preso político y allá los presos políticos “son criminales”. Alberto Garzón dixit. ¿Semejante cuadrilla piensa gobernar España? ¿Estos van a traer el fortalecimiento democrático? ¿Su “transversalidad” caótica va a conseguir definitivamente el bienestar ciudadano? A otro perro con ese hueso.
La política ha desmerecido de forma alarmante. Farsantes, trúhanes, desocupados, indignos, correveidiles, indocumentados, delincuentes, han ocupado las instituciones públicas llevando ese oficio a niveles mediocres, ínfimos. Así nos va. Por cierto, ni una palabra al asalto del Banco Popular, mutismo sobre sus accionistas “requisados” en nombre del Mecanismo Único de Resolución (MUR) europeo. Lo podrido, aunque se desdeñe, siempre huele mal.
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