Hemos vivido una Fiesta Nacional plagada de espantajos
Según la Real Academia Española, espantajo en su acepción segunda significa “cosa que por su representación o figura causa infundado temor”. Deja para la tercera, de modo despectivo, “persona estrafalaria y despreciable”.
Cualquiera de ellas describe fielmente a especímenes o contingencias de nuestra Fiesta Nacional. Todo país que se precie celebra un día, adscrito a cierto hecho destacado, como evocación entusiasta y enaltecimiento patrio. Así, Francia lo hace el catorce de julio -desde mil ochocientos ochenta- para conmemorar el asalto a la Bastilla. EEUU viene celebrándolo cada cuatro de julio, desde mil setecientos setenta y seis, para evocar la fecha de su independencia. Nosotros hacemos lo propio, en memoria de aquel descubrimiento que alumbró distintos países con idéntico lenguaje. A principios del siglo postrero se denominaba día de la Raza; a partir de mil novecientos treinta y cinco, día de la Hispanidad. Se designa Fiesta Nacional desde mil novecientos ochenta y siete, pese a necios que la atribuyen al periodo franquista.
A veces pienso que es imposible tanta incultura, tanto disparate, tanta vehemencia por lo estrafalario, sin rédito apreciable. Y no existe, ni con requerimientos sutiles. El individuo radical, inflexible, solo se activa a cambio de alguna gratificación, a priori moral, que termine en canonjías políticas o sociales. ¿Cuándo, si no, ciertos agitadores indigentes ocuparían cargos bien remunerados? Los hay a patadas, iletrados la inmensa mayoría. Prueba inconcusa es que utilizan una vara específica, reversible, para medir la conveniencia o no de manifestarse, de provocar. Importa poco qué gravedad tenga el hecho censurado; sin más, les ocupa su origen. No es comparable una lapidación en Irán a que, tal vez, se zahiera un poquito a alguna correligionaria. El primer caso acaba con silencio cómplice; el segundo merece dos meses de escaramuza. ¡Vaya caterva! Su integridad se asemeja a la de un escarabajo pelotero, verbigracia. Me resisto a dar nombres porque alguien se sentiría despreciado al no aparecer en la lista. Tienen, pobres, exquisita sensibilidad y piel muy quebradiza.
Carmena, probable decana de los regidores patrios, junto a otros prebostes atrincherados tras ramplonas coartadas, rehusó asistir a los actos nacionales por un anodino congreso de líderes locales en Bogotá. Previamente dejó colgada del balcón munícipe una enseña tan indescifrable como la piedra Rosetta. Ambigua y de insólita estética, desestimo llamar espantajo para mimar susceptibilidades de personas cuya afinidad o virtuosismo esotérico vean en ella un símbolo afectivo. A todo hay quien gane, indica un viejo refrán popular. Cierto; y en grado superlativo, añadiría yo. El señor Téllez, tercer teniente alcalde en Badalona, ante una resolución judicial que impedía la proclamada apertura del ayuntamiento, se dejó decir: “La resolución judicial es un golpe de Estado contra la soberanía municipal”. Insatisfecho aún de tamaño disparate, hizo trizas el documento y abrió las oficinas municipales. Más allá de quehacer oficial alguno, el buen señor contravino esa cadena vertebradora del imperio institucional dando un ejemplo perfecto para arribar a la ley de la selva y al caos social. Tipos así sobran cuando resolvemos cimentar democracias maduras.
El populismo demagógico, embozo histórico del sucio atropello explotador y liberticida, también ofreció su particular visión. Iglesias tuvo la desfachatez inmensa de definir patriota. Dijo: “Los patriotas de verdad se preocupan de su gente”. Parece claro, pues, que los impostores vienen fijados en la RAE -ese cobijo de obtusos e iletrados- por Pérez Reverte y demás académicos. Sermoneó, asimismo, a quienes se envuelven fingidamente en las banderas cuando su propio patriotismo suele desplegarlo al lado de una bandera rusa o venezolana. Extraño pundonor el de este individuo ascendido, ignoro cómo, al podio de la notoriedad. Vale; objetivamente no merece tanta reseña.
Algunos presidentes autonómicos, en su esperpéntica incomparecencia, ofrecieron (además de patrañas propagandísticas, superfluas y bobaliconas) una incoherencia supina. Prometen o juran su cargo ante la Constitución como marco de actividad política para, a continuación, olvidar toscamente tales compromisos. Unos son nacionalistas, otros independentistas y el resto del PSOE envuelto en un “ni sí ni no sino todo lo contrario”. Es decir, un partido desnortado, confuso y difuso. Desconozco si, afectado por la venia o por la venalidad, queda todavía el lastre oneroso, irracional e insensato -fruto de los dogmas aireados por Zapatero y Sánchez- que exige implacable votar NO en la investidura de Rajoy. Curiosamente tampoco quiere terceras elecciones. ¿Dónde arrinconó su sentido común? Cabe preguntarse si alguna vez lo tuvo.
Reconozco que el PP, bien por antecedentes bien debido a actitudes juveniles, merece negativas y rechazos sin par. No obstante, puede percibirse una coyuntura compleja, difícil, alarmante. Encima, el PSOE cree que la pérdida de votos le viene por falta de radicalidad cuando ocurre todo lo contrario. Sus vaivenes nacionalistas, el abandono de los rudimentos socialdemócratas y la efervescencia de los últimos años, le ha causado paradójicamente un abandono creciente. Primero hacia el PP y cuando este ofreció un gobierno indigente hacia Podemos y Ciudadanos. Más a aquel porque hoy los medios juegan un papel importantísimo en (de)formar la conciencia social. Aparte, los populismos arrastran si los medios ventean sus propuestas quiméricas y la masa, maltratada, exhausta, se agarra a cualquier clavo ardiendo aunque, en el fondo, pudiera tratarse de un espantajo.
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