Dos marisabidillas, un estalinista y un pícaro
Más allá del epígrafe, he de colocar en adelante ese formulismo que libera a quienes no participamos del gremio político: presuntos. El ciudadano de a pie tiene encorsetada, sin atajos posibles, su libertad de expresión. Los probos representantes públicos hacen uso de infinitos e insólitos recovecos exculpatorios.
Yo aprecio diferencia entre comentario crítico y atribución, pero es ilusorio cerciorarme de que un determinado juez comulgue con mi criterio. He aquí la clave de curarme en salud para evitar procesos irritantes o severos acosos reprensibles. No nos engañemos, ese eslogan de que todos somos iguales ante la ley supone un abalorio estético.
Miles de aforados conforman la muestra definitiva, esa que el tópico suele enmarcarla castizamente como prueba del algodón. Va siendo hora de discriminar censura a un político, cuya credencial debe al ciudadano, e improperio. Jamás se me ocurriría tildar a nadie de pícaro (incluso estalinista u otros epítetos perversos) si no fuera preboste, pues la crítica política -con mayor o menor clemencia- más que un derecho constituye una obligación. Al fin y a la postre somos sus acreedores, aunque piensen lo contrario.
Nuestro país, hoy, atraviesa momentos especialmente enrevesados. Todavía sufrimos los coletazos terribles de la larga crisis que ha dejado exhausta una clase media convertida en sobrio motor democrático. Quizás semejante indigencia moral y material sea nutriente básico para preservar el sistema cleptocrático que sufrimos. Cataluña viene a acrecentar aún más el ruinoso escenario. Pocas veces en la Historia se han conjurado tantos elementos corruptores, contraproducentes.
Para aumentar las desazones se sitúan en puestos clave cuatro personajes sin atractivo. Abandonada la estética, acumulan además vicios o defectos que mueven a desesperanza, desasosiego. Son protagonistas del momento convulso en que nos encontramos. Como dirían por mi tierra conquense, “se junta el hambre con las ganas de comer”. Ignoro qué habremos hecho para tener enfrente a los hados. Pareciera que ellos, al igual que las leyes, protegen solo a los miserables. ¿Podremos salir indemnes del abandono? No sin cambios inteligentes, sensatos, precisos.
Lo digo sin tapujos. Cuando cualquier Estado emprende un camino complejo debido a génesis externas o internas, el individuo duerme tranquilo si a su frente se encuentran personas ilustres y de ética probada. Caso contrario, queda fustigado por una vigilia contumaz, latosa. Los españoles, ahora mismo, pasamos sueño y vivimos amodorrados. Deambulamos de forma autómata, sin pies ni cabeza. Coyuntura perfecta para aquellos políticos enemigos de análisis, de exponer sus actos a examen ciudadano.
Siempre que veo algunos de estos personajes en televisión soy víctima de instintos raros, adversos. Empezaré por la vicepresidenta, Sáenz de Santamaría. Me recuerda a aquellas alumnas vivarachas, algo artificiosas, redichas. Sin ser insolentes, ofrecían remolinos de burbujas. Lejos de realidades, sus esencias tomaban cuerpo en el empaque, en la pose de marisabidillas. Las conozco (tiempo atrás conocía) muy bien. Despertaban desagrado, quizás repugnancia, y sus entrañas palpitaban entre complejos.
Prepotencia e imprevisión fingida era norma general. A lo obvio añaden expresiones aventuradas que caen sobre sí mismas como losas. La señora Santamaría, con el natural dominio, se dejó decir que en España la democracia está muy viva. ¿Era necesario airearlo? Acaso siembre dudas la afirmación un tanto impostada. Su broche de oro, pese a todo, fue: “Rajoy ha conseguido que JxCat y ERC no tengan líderes porque están descabezados”. Imposible encontrar mejor argumento para quienes sostienen que en España hay presos políticos.
Margarita Robles, otra marisabidilla, ostenta un significativo papel opositor a la hora de construir (levantar más bien) el edificio nacional. Con talante indómito, de marcado carácter estricto, martillo de herejes, deja sus palabras con arrogante eco de sabiduría. Termina dibujando un tácito “he dicho” consistente, antológico. Su necedad política no luce ropaje de excepción. Lo último “Sánchez siempre ha estado en su sitio” respondiendo a Javier Fernández -expresidente de la Gestora socialista- al comentar acuerdo del PSOE y PP sobre financiación autónoma. No, señora Robles, Sánchez ha cambiado de opinión o de estrategia en varias ocasiones. Sin embargo, sigue sin ofrecer proyecto claro para España.
Iglesias -presunto estalinista- que evoca a la democracia no menos de diez veces en cada entrevista amiga, es modelo del popular: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Para él, gente y libertad conforman el cántico que debe llevar a Ulises (España) y a sus gentes al naufragio náutico-democrático. Menos mal que los ciudadanos hacen oídos sordos, poco predispuestos a melodías seductoras que ocasionaron demasiadas muertes, y aguantan impávidos su atracción. Tan difunto como Perténope, sirena que pagó con su vida el fracaso, pretende un minuto de vida invitando al PSOE, algo tardíamente, a sacar a Rajoy del gobierno. Debiera purgar el falso dolor de corazón por votar contra la investidura de Sánchez.
Poco podemos añadir del pícaro. Puigdemont atesora una bajeza pueril, ignominiosa, irrisoria. Dogmático, tirano, paranoico, es un personaje cuya encarnadura enmarca el relato literario. Desde Cervantes o Lope hasta Valle Inclán subsiste el individuo cuyo retrato múltiple, acaso grosera caricatura, ocupa las mejores páginas. Desconozco si lo rocambolesco es añadidura necesaria al gesto pícaro o, peor aún, a una sobrecarga esperpéntica. Y todavía el independentismo quiere hacerlo presidente. ¿Cabe mayor afrenta para Cataluña? Qué más da.
No hablo de siglas ni de ideologías; me refiero a responsables de primera fila. Ni España ni Cataluña pueden encontrar salida airosa con estos personajes. Necesitan ambas que se realicen cambios importantes, decisivos. Rajoy, Sánchez, Iglesias, Puigdemont y sus más cercanos colaboradores, queden inhabilitados para sacarnos de la crisis económica, moral e institucional que afronta el país.
Como epílogo, adjunto el epitafio de una marisabidilla. Pertenece a las epigramatarias de Rafael José de Crespo: “Clori, muchacha locuaz, / Aquí descansa muy bien; / Y si ella reposa en paz, / Nuestras orejas también”.
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