Construimos una democracia con pies de barro
Sí, llevamos cuarenta años de democracia; la más vieja del lugar aunque adolezca de serias ausencias e incluso magulladuras. Entre todos, políticos, medios y ciudadanos, levantamos un ídolo anhelado, esperanzador, mas -unos por otros- nos hemos pasado de prepotencia, puede que autoengaño debido a grosera satisfacción. Con estos antecedentes, hemos realizado una efigie con pies de barro. ¡Lástima!
Las primeras acotaciones al gigante, coloso o ídolo, con pies de barro aparecieron en el libro de Daniel. Relata un sueño de Nabucodonosor (rey de Babilonia) que descifró dicho profeta. Nabucodonosor veía en sueños una estatua gigantesca cuya cabeza era de oro, pecho y brazos de plata, vientre y caderas de bronce, piernas de hierro y pies hechos de hierro y arcilla sin mezclar. Por efecto de una piedra sobre tan anómalos pies, desaparecían estos y, a poco, se desintegraba toda la figura. Daniel interpreta que después de Nabucodonosor (el oro) vendrían reinos cada vez más débiles (plata, bronce, hierro, respectivamente) hasta llegar a lo inconsistente (hierro y arcilla) que provocaría su ocaso. Nuestra democracia, con enorme parecido al dato babilónico respecto a su decrepitud, se encuentra en fase terminal, antesala del desastre definitivo en cuanto una piedra precisa fragmente la débil base. Ahora contemplamos un horizonte colmado de ellas: problema catalán, corrupción generalizada, disfunción ideológica, excesivos líderes megalómanos, divergencias irreconciliables, desvanecimiento social amén de descrédito político.
Tras décadas de dictadura autárquica, los españoles perseguíamos un sistema democrático que prejuzgábamos cuasi ilusorio. Sin embargo, la dificultad del cambio -de por sí extraordinario- recayó sobre el método que obstaculizó los inicios, la andadura. Recuerdo aquella disyuntiva beligerante entre partidarios de la ruptura y los de la reforma. Al final se impuso el camino reformista por juzgarlo más seguro al pilotarlo un sólido carácter armonizador, cooperativo. Asimismo, surgirían contrapesos que desterraran cualquier enfrentamiento supuestamente adscrito a la ruptura. Esta nueva restauración monárquica trajo como condición sine qua non una democracia consensuada por todos los partidos políticos. Exigencia y consentimiento fueron aires, rumbos, que gestaron el Título Octavo de la Constitución. Igualmente, Carta Magna y Monarquía resultaron piezas inseparables del nuevo régimen.
Una izquierda temerosa, sin arraigo, escarnecida -junto a la derecha sin crédito, dudosa, inane- desplegó comportamientos generosos a fuer de necesarios. Había sembrado su situación de renuncia a medio camino entre el castigo adeudado y la asechanza abusiva. Aquella derecha antañona -comandada por Gil Robles- no se decantó por el franquismo, pese a una tenaz propaganda todavía viva. Mientras, el socialismo de Largo Caballero se aferró al estalinismo totalitario en un intento suicida de ganar la guerra. Digo suicida porque la socialdemocracia europea y anarquistas temían a la Tercera Internacional más que al propio fascismo. Así se deduce de las actitudes gubernamentales de Francia e Inglaterra, democráticas, respecto al franquismo; de la purga Esquerra-Comunista al POUM e incluso de la batalla de Madrid entre casadistas y cenetistas contra comunistas estalinistas. A la muerte de Franco, todos limaron (a medias) malos entendidos, acercaron posturas y contribuyeron al nacimiento de nuestra democracia; débil, deforme, pero muy deseada.
Hubo errores de bulto originados quizás por desazones autocensurables, apremio o inexperiencia. Probablemente aquellos tiempos advirtieran otras secuelas durmientes, extemporáneas. El empecinamiento de aunar democracia y monarquía permite poner en tela de juicio la legitimidad monárquica que es la parte indefensa del constitucional artículo uno. Si se hubiese votado por separado no cabría duda alguna sobre el formato del sistema. Ciertamente fue el yerro menos nocivo. Lo que inspiró un régimen inviable fue la dilapidación del Estado Autonómico. Hubiera sido diferente descentralizar administrativamente, pero instituir diecisiete gobiernos, doblar competencias u obstaculizarse unas a otras aumentando el gasto público -mientras se diluye la eficacia legislativa- resulta indigesto e inoperante. De aquí surgió este escenario ruinoso e inaceptable.
Visto con amplia perspectiva, el triunfo socialista en mil novecientos ochenta y dos obtuvo éxitos fabulosos y fracasos groseros, de conciencia laxa. Los socialistas conformaron un diseño paradójico, avieso, ambiguo. De aquel: ”Otan de entrada no”, pasaron al referéndum mercadotécnico para entrar en ella. Aceleraciones postergadas y retrocesos inexplicables condujeron fatigosamente a modernizar un país con siglos de atraso. No obstante, pese a abandonar aquellos caducos dogmas marxistas (Congreso XXVIII), quedaron sueltos algunos tics antidemocráticos que quebraron la separación de Poderes. “Montesquieu ha muerto” oficializaba el control del poder judicial. Después vino Aznar, Zapatero y Rajoy sin que cambiara nada. Hoy, truecan justicia por impunidad ante distintas corrupciones, abusos de poder y desobediencia de altas instancias a la ley. Es un hecho cotidiano, notorio e intolerable. El pueblo, sitiado, nutre tan mísero escenario en una virtualidad tutelada por algunos medios de difusión.
Mientras, la sociedad deserta. Abandona una defensa numantina de la democracia a cambio de dudoso bienestar. Se afirma sin reflexión, a la correprisa, que vivimos mejor que nunca. Nos hemos ubicado en el concierto europeo, cierto, pero estamos pagando un peaje excesivo. Vivimos, y no todos ni mucho menos, con cierto desahogo más allá de toda previsión futura. Ignoro quién se hará cargo de la deuda que pesa como una losa letal e inevitable. Espera un amargo despertar. Millones de compatriotas e inmigrantes ya están sufriendo las primeras secuelas de esta estructura horrenda que permite necias alegrías.
Sí, llevamos cuarenta años de democracia; la más vieja del lugar aunque adolezca de serias ausencias e incluso magulladuras. Entre todos, políticos, medios y ciudadanos, levantamos un ídolo anhelado, esperanzador, mas -unos por otros- nos hemos pasado de prepotencia, puede que autoengaño debido a grosera satisfacción. Con estos antecedentes, hemos realizado una efigie con pies de barro. ¡Lástima!
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