Acción versus reacción
Días atrás leí un artículo de Juan Luis Cebrián en el que planteaba varias tesis. Destacaban dos: “Nuestro modelo de convivencia se ve amenazado por un nuevo centralismo” y “Es preciso robustecer el Estado Autonómico reconociéndole un carácter federal”.
Días atrás leí un artículo de Juan Luis Cebrián en el que planteaba varias tesis. Destacaban dos: “Nuestro modelo de convivencia se ve amenazado por un nuevo centralismo” y “Es preciso robustecer el Estado Autonómico reconociéndole un carácter federal”. Cortejando cierto abuso, identificaba democracia y progreso nacionales con el sistema autonómico. Mi análisis difiere punto por punto del suyo, salvo en el hecho de que España haya tomado una deriva alarmante.
Propone, como ingrediente necesario, robustecer el Estado de las autonomías reconociéndole naturaleza federal para “conseguir solidaridad y eficacia en la acción”. Atribuye categoría de postulado a lo que solo resulta ser producto de una fe no innata sino adquirida. Acaso vea un maná donde únicamente existe voluntarismo jaleado por la moda. No se debiera añadir incertidumbre a la incertidumbre misma. ¿Por qué no se reclama desde los medios un referéndum para que el pueblo arbitre sobre dicha materia? Por el contrario, desde hace tiempo se oye un clamor sobre la inviabilidad material, el dispendio, del sistema autonómico.
Me interesan solo las leyes naturales porque son inexorables. Existe una, la tercera de Newton, llamada de acción y reacción. Asegura que cuando en un cuerpo se ejerce una fuerza, este opone otra de igual magnitud y opuesto sentido. Es evidente pues que el presunto centralismo social, no político, responde a una respuesta-alegato compensatoria y ponderada a la primigenia convivencia que algunos quieren quebrar. Toda acción desequilibrante del statu quo merece una réplica para no encallar -quizás encanallar- situaciones de desigualdad. En esas estamos.
Nuestro presidente del Consejo de Estado, señor Romay Beccaría, defiende que una reforma territorial “no puede desapoderar más al Estado”. Quizás esta reflexión se ajuste mejor que la del señor Cebrián al sentir general. Parece que el auténtico problema de España surge del sistema autonómico. A lo largo de cuarenta años, PSOE y PP han ido enajenando competencias hasta dejar un Estado enclenque, vacío, sin medios para acometer sus objetivos originarios. Añadamos el uso espurio, delictivo, que se viene practicando de los recursos públicos. Invertir la senda recorrida hasta ahora puede reportar soluciones tangibles.
Querría saber con seguridad si el nacionalismo burgués -independentista de última hora- intenta, con esta sacudida revolucionaria, camuflar la corrupción cuyos signos externos, visibles, son la punta del iceberg. Tal vez hayan notado su nula influencia a nivel nacional con la aparición de Ciudadanos y Podemos. Puede que, innecesarios, entren en conflicto, abandonen el buen juicio (o simplemente el juicio) y se deslicen hacia el abismo encaramados a un globo próximo a estallar. Si me limito con rigor a los acontecimientos, les debe importar poco Cataluña; menos los individuos que en ella viven. Son víctimas de una delirante utopía arteramente propagada.
Las primeras reacciones no se han hecho esperar. El artículo ciento cincuenta y cinco constituye -por mucho que se exagere- una mansa recriminación política, un histrionismo escénico. Con mayor hastío y coraje reaccionaron la sociedad (Tabarnia), el mundo empresarial, resto del país e incluso Europa.
Nota aparte merece la implicación del ámbito judicial que, contrariando oscuros intereses, aplicó la ley obviada por un independentismo supremacista y con vocación de impunidad. El futuro conforma un cosmos previsible, pero desconocido. No obstante, ese amasijo fanático ya empieza a sentir miedo y respeto.
El flamante parlamento catalán parece alentar óptimas actitudes, pese a la obcecada cantinela de considerar a Puigdemont restituido presidente. Siguen cabalgando corceles enloquecidos, fantasiosos, delictivos. Han trocado aspiración por una pesadilla necia y frustrante. Su mente colectiva sufre el efecto nebuloso, sombrío, de fatuos mensajes insustanciales además de falsos. Los aspectos negativos se les amontonan por doquier. Algunos de índole interna, siendo notables, ocultan la terrible maldad de aquellos otros con encarnadura exterior. Tal vez lo peor sea su falta de inteligencia, de juicio, y mantener una estrategia deplorable.
Primero, desde hace tiempo, rompieron el marco legal -poco exigente- cuando CiU tapaba sus tejemanejes efectuando “una política de Estado”. Luego, sembraron odio visceral contra quien no comulgaba con sus ruedas de molino. Ahora, se hace visible la fractura social en Cataluña y contra el resto de España. Empresarios y financieros vieron mermadas las posibilidades, presentes y futuras, dentro de la aldea. Para aminorar secuelas, ubican fuera domicilios sociales, fiscales y, en algunos casos, instalaciones. Semejante deterioro económico-laboral dejará profundas huellas en el bienestar social.
Constato que el escenario internacional tiene todavía mayor calado que el interno. La dinámica globalizadora choca con las ansias disolventes de la quimérica República Catalana. Curiosamente, las dos Coreas -donde el odio a muerte sigue siendo moneda de cambio- han decidido competir en la próxima olimpiada bajo una misma bandera. Pese a lo dicho, estos señores independentistas rizan el rizo enfrentándose a una Unión Europea que, dicho sea de paso, representa el progreso y fuera de ella la miseria. Varias naciones tienen territorios con lejanas reivindicaciones centrífugas. Europa no lo va a permitir porque se juega su estabilidad y persistencia. Esta es la verdad. Cualquier otro argumento (además de falso, tramposo) lleva a Cataluña al desastre, a la insolvencia.
Un definitivo apunte para la reflexión, si aún le queda cordura al independentismo. La ley de atracción-repulsión es directamente proporcional a las masas. Ténganlo presente.
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