Rajoy y el nudo gordiano, por Manuel Olmeda Carrasco
El marido de una popular presentadora de televisión, notorio independentista, dejó escrita la siguiente perla: “Un pueblo que pisa a otros pueblos para seguir sintiéndose vivo está en la antesala de su defunción.
Eso lo sabemos los pueblos que luchamos por algo más que por una bandera, un himno, un rey, un ejército o una unidad ficticia forjada a cañonazos o encarcelando a buenas personas”. ¿Perdone? Semejante cinismo le lleva, presuntamente, a exaltar la estelada; cantará, sospecho, els segadors; se sentirá, conjeturo, adscrito al afecto de un presidente pseudorepublicano; aprobaría, creo, la creación de un ejército para garantizar la seguridad patria y se sentirá, por último, ciudadano de una nación ilusoria, disgregada por los subversivos araneses y tabarnios. Por otro lado, personas antidemócratas -buenas, menos y diabólicas- se jactan de desobedecer las leyes. Señor, cuánta chorrada hija del dogmatismo irracional.
Nuestro país está socavado por las raíces de tres nacionalismos cuyo vínculo común es el vocablo que los define. El nacionalismo catalán cultiva como única fuerza de cohesión la pasta, no precisamente de limpieza bucal. “España nos roba” fue durante cuarenta años concentrado identitario, grosero pero eficaz. Este tipo de aglutinante actúa con rapidez, de forma persuasiva, porque estimula los instintos primarios, viscerales. No inspira emociones de exquisita sensibilidad ni atrae lucubraciones sesudas, irritantes, sin rédito aparente. Ganó terreno un pragmatismo corruptor, disolvente a medio plazo. Si Cataluña lograra la independencia su economía, de forma inmediata, entraría en recesión con grave riesgo de levantamiento o enfrentamiento civil. Es la consecuencia de convertir los sentimientos en mero instrumento pecuniario.
El nacionalismo vasco porta vena romántica, sensual, casi libidinosa. Tarda más en cuajar, en tomar encarnadura visible; pero al final consigue robustecer, confluir, pulsiones diversas. Como consecuencia del concierto y de una ley electoral nociva para los intereses del común, las autonomías vasca y navarra viven tiempos de prosperidad, de vino y rosas. Pese a ello, en circunstancias específicas, enarbolan sin demasiado ardor la bandera del independentismo. Pretenden una soberanía sin desgarros, armonizadora, disfrutando el mismo ecosistema político con matices diferenciadores. Es decir, aplacando odios para avenir diferencias aunque haya sectores propicios a desplegar métodos belicosos. Quieren resucitar tácticas del pasado ante la mayoría que anhela paz y conciliación.
Vemos al nacionalismo gallego, en ciernes, nutrirse indisimuladamente de una izquierda que pugna contra el sempiterno caciquismo regional. Parece la materialización de un enfrentamiento clasista, pues es difícil visibilizar los elementos genuinos del nacionalismo puro. Creo que denominar comunidad histórica a Galicia, supone un exceso semántico, cuanto ni más político o social. Otra cosa es comprobar cómo ciertas élites aprovechan malos entendidos, tal vez apetencias minoritarias, para obtener dividendos valiosos. Sabemos que el egoísmo carece de razones. Tampoco exhibe principios morales porque la ética es un freno indeseado. Al igual que el vasco, el nacionalismo gallego carece de entidad porque descarta entelequias seductoras.
Rajoy, un presidente indeciso y a veces contradictorio, aborrece atajar el peligro que implica cualquier independentismo, máxime si se cimienta en bajas pasiones. Quiérase o no, PSOE y PP son gestores -si no cómplices- de la situación actual. Durante demasiados años cerraron ojos y oídos al escenario que se divisaba tras cada campaña electoral. Consintieron infinitos excesos, asimismo menoscabos al marco legislativo, traicionando compromisos y juramentos. Tanto fraude permitió políticas que fundamentaron adoctrinamientos y abusos. Hoy, tras meses aplicando el artículo ciento cincuenta y cinco, tenemos la sensación de que unos y otros nos han tomado el pelo más o menos conscientemente. Es de dominio público la nula eficacia del controvertido artículo. Un proverbio castellano enseña que: “Vale más vergüenza en cara que dolor de corazón”. Parece evidente que don Mariano presta escasa atención al refranero. Puede que haga algo parecido con distintos menesteres.
Nuestro presidente se protege, y en eso es experto, tras las espaldas de Sánchez, un político sin sentido de Estado. A nadie se le oculta que dejar mossos y radio-televisión catalana intactos ha favorecido una situación peor que la precedente. Personajes y discursos radicalizan el marco actual, ya perturbador. Sin embargo, don Mariano goza de mayoría absoluta en el Senado, institución capacitada para marcar con qué firmeza puede aplicarse dicho artículo. Cuando él habla de prudencia, los políticos catalanes -junto a la gran mayoría de la sociedad española- intuyen cobardía. Tal marco empuja a aquellos a mostrarse irracionalmente inflexibles mientras estos lo sustituyen por Ciudadanos. Me recuerda el marasmo electoral tras la última legislatura de Zapatero. Luego vendrá el llanto y crujir de dientes.
Cataluña configura el nudo gordiano, rompecabezas mitológico, que Alejandro Magno supo resolver tajándolo con su espada. El inconveniente surge cuando se constata que Rajoy no es personaje mítico ni sabe blandir ninguna espada metafórica. En consecuencia, seguiremos padeciendo las incertidumbres que genera el “nudo”, junto a tan indecoroso proceder. Ahora me encuentro en Roquetas, con ciudadanos de diferentes Comunidades, disfrutando un viaje del Imserso. Intercambiando impresiones, casi todos acusan al gobierno de pacato. Al mismo tiempo, distinguen una oposición desorientada, ramplona y en permanente titubeo. Menos mal que, de suyo, Cataluña nunca será independiente. No debido a acciones contundentes, firmes, de un ejecutivo romo sino por imposibilidad metafísica. Su añorada república pasaría a ser un sistema ad hoc, aparte de ruinoso. Los penosos gruñidos supremacistas son estúpidos biombos de última hora debidos a quimeras o, peor aún, a trastornos paranoicos de mentes calenturientas, quizás enfermas, a lo peor absurdas.
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