Pura astracanada, por Manuel Olmeda Carrasco
El DRAE, en su segunda acepción, indica que astracanada significa acción o comportamiento públicos disparatados y ridículos.
La rotundidad del concepto deja al descubierto hasta qué punto destaca en él una burla tácita, supina, a quien recibe los efluvios del actor o actores. Porque el individuo capaz de generar dicha impureza será tachado, sin duda, de cínico -tal vez indecoroso y atrevido- pero quien tolera de una forma u otra tanto desatino extemporáneo bien pudiera denominarse inconsecuente. Resulta comprensible la doble raíz que violenta el desarrollo riguroso del proceso: temores nacionales e intimidaciones virtuales, en germen, provenientes del campo internacional. Las primeras carecen de sentido en un país democrático con separación de poderes, pues cualquier ataque a este principio deteriora, si lo hubiera, el crédito del personaje. Si acaso preocupa la reputación internacional, aunque nuestro basamento y fondo jurídico carece de corrección foránea legitimado por una soberanía popular.
Más allá de nuestras fronteras existen instituciones u organismos que gozan de la loa general aun presentando tachas e irregularidades notables. Siempre objeté, verbigracia, la legalidad de una ONU cuando el Consejo de Seguridad se encuentra viciado por el derecho a veto ejercido por cinco países. Parecida anormalidad aprecio en el Tribunal de Estrasburgo, conformado políticamente de forma impecable -en teoría- por jueces de los cuarenta y siete países miembros. Es decir, cada órgano e institución lleva aparejado suficiente lastre como para no inmiscuirse, salvo evidencias incontestables, en asuntos internos de cualquier Estado. Se evitaría de este modo afrentas que alarman a la opinión pública, poco ducha a la hora de diseccionar complejos vericuetos casi ininteligibles. Es prueba lógica de la discrepancia entre el difuso armazón reglamentario y el nítido abandono popular.
Conocemos cuantos intentos preliminares de desprestigio se hicieron al sumario jurídico abierto a doce políticos independentistas, presos preventivos casi todos, acusados de rebelión, sedición y malversación de caudales públicos. El inicio fue una reiteración obcecada de trampear el acto vertiendo los mayores sofismas que puedan imaginarse. Ignoro qué pretenden los reos a futuro, aunque la desnaturalización semántica -y sus propias declaraciones- llevan al Tribunal de Estrasburgo. Insisto, me parece desafortunada, porque ocurre, cierta indulgencia (hasta paciente) desplegada por el juez Marchena, presidente del Tribunal Supremo. Sí, ha llamado la atención a inculpados y testigos, pero con la boca pequeña, como si quisiera evitar algún toque de atención interno (inconstitucional y poco procedente) o externo, totalmente improcedente. Admito, incluso, que el señor Marchena tenga a bien exhibir un carácter grato, alejado de brusquedades y precipitaciones.
Respecto al histrionismo desplegado por los reos, incluso como táctica defensiva, merece la consideración de vergonzante. En personas normales, el arrojo mostrado cuando denigraron las resoluciones del Tribunal Constitucional, pese a numerosas advertencias de los servicios jurídicos, ha de ser revalidado siempre. Pero no, vista la probabilidad de pasarse varios años en la cárcel, han optado por un olvido bellaco, sorteando sin suerte el conjunto de evidencias axiomáticas aventadas por medios audiovisuales. Aquella representación inicial sirvió solo para mostrar desmayo, pavor, más allá de pretendidas justificaciones que ellos saben inútiles antes del indulto. Porque percibimos que, si Sánchez candidata con probabilidades, el indulto es condición sine qua non para conseguir La Moncloa. Seguramente es algo ya previsto, estudiado y apalabrado.
Testigos precisos han confundido la sala con un púlpito idóneo para lanzar sus proclamas dogmáticas a los cuatro vientos, donde habita una feligresía ahíta de mensajes subrepticios, o no tanto. Tardá, Rufián, Colau, Sáenz de Santamaría, Rajoy, Urkullu y otros, han relatado -algunos- “su verdad” después de trastear al tribunal. Baños, testigo de la CUP, se ha negado a contestar las preguntas de la acusación popular, personificada en Vox, excusándose por “dignidad democrática y antifascista”, premisa reiterativa y común a cualquier doctrina totalitaria. El señor Marchena ha propuesto como solución salomónica que la pregunta del señor Smith la repetiría él a Baños. Poco después, este también se ha negado a esa solución y ha sido expulsado de la sala bajo una sanción de dos mil quinientos euros. Lo mismo ha ocurrido con Reguant, también de la CUP. Demasiada paciencia para quien merece únicamente proporcionalidad legal.
Mención especial merecen las afirmaciones de los imputados. Turull dijo que “la DUI fue expresión de una voluntad política”, también lo fue la Constitución y la ley ordinaria; por tanto, no le exime de culpa ni de llevarse una pena que se corresponda con el delito. Rull imputa “falta de legitimidad moral al Tribunal Constitucional” para justificar el referéndum. Similar validez tendría si yo dijera que no reconozco legitimidad a Hacienda para que me reclame impuestos. Bonito discurso y retorcimiento semántico. Romeva, quizás padre del argumentario más consistente, aseguró que “el derecho de autodeterminación no es ilegal en España”. Cierto, la Carta Magna no hace mención expresa de ilegalidad puesto que remite a la Carta de Naciones Unidas en donde sí se reconoce tal derecho. Sin embargo, la resolución 1514 constata la incompatibilidad del mismo si tiene como resultado el quebranto de la unidad nacional. Por tanto, Romeva (el más inteligente en sus apreciaciones) tampoco tiene un asidero sólido jurídicamente.
Faltan todavía muchas jornadas para dar por concluido el proceso jurídico y conocer los términos de la sentencia. Conjeturo que la parte más entretenida -esa que denomino astracanada- ya ha cubierto su camino. A partir de aquí resultará trabajoso que veamos un espectáculo semejante al ofrecido por reos y testigos. Quizás aparezca alguien imbuido de arrogancia o cinismo suficientes para seguir cautivando por lo irónico a los medios. Los ciudadanos, acostumbrados al pan y circo, nos dejamos arrebatar (una vez satisfechas las necesidades prosaicas) por la sátira que es el ingrediente intelectual accesible al pueblo llano. Sofismas con vocación heurística y severos laberintos jurídicos hastían al vulgo que, al borde de la paranoia, exige menos reserva y más holgura en estos rituales tan enmarañados. Total, ¿para qué?
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