Noticias de Cantabria
Opinión 13-08-2019 15:20

Los hermeneutas

Hermenéutica es un método particular de interpretación. En Grecia clásica no se daba un paso político-social importante sin consultar los oráculos, auténticos hermeneutas del acontecer previsible.

 

Sin embargo, Mario Bunge (filósofo argentino) mantiene que la hermenéutica constituye un obstáculo a la investigación de las verdades acerca de la sociedad. Sea como fuere, parece incontrovertible que el poder democrático -si es que existe- suele justificar su arbitrariedad escudándose en inéditas interpretaciones de la voluntad ciudadana.

Cierto es que las complejidades sociales en su devenir, esa aparente vocación política de satisfacer cualquier necesidad perentoria -o no tanto- del individuo, hace casi mágica, si no totalmente mágica, la acción gubernamental. Mis amables lectores deben deducir el sentido peyorativo, despreciable, del vocablo mágico. Abandono por principio, y desde temprana edad, cualquier sentimiento noble, solidario, que alimente el corazón o intelecto de quien protagonice el turbio papel de político. Es evidente, y así ha de concebirse, que dicha concepción exonera a aquellos escogidos, escasos, cuyo sacrificio por su pueblo (gratis et amore) pasa inadvertido. Los hay, y yo conozco algunos. 

Hoy, los ciudadanos se han convertido en oráculos virtuales cuya función pervive exclusivamente en el acto de la interpretación. Es decir, la sustancia deshecha el compendio, su encarnadura, para rendirse sin condiciones a inferencias sui géneris procedentes de un exterior no solo profano sino ponzoñoso. Ese exterior felón, arbitrario, corruptor, lo alberga -en estricto sentido- la caterva de políticos que acomodan al mismo compás lecturas ciudadanas e intereses. No obstante, unos por defecto y otros por exceso, ninguno sabe centrar sus acotaciones con la pureza exigida por temática tan compleja, asimismo tan artificiosa.

Rajoy, un personaje presuntamente capaz, malinterpretó las profundas raíces (también veleidosas) que le llevaron a obtener once millones de votos. Un oráculo asfixiado, enclenque, le señalaba el camino que no supo o no quiso ver. Cualquier individuo, atento al devenir del grotesco gobierno Zapatero, pudo advertir que el pueblo español veía en Rajoy su última oportunidad. Pero, jactancioso -tal vez lerdo, sometido a aquella sobredosis- dilapidó pronto el magnífico capital político por incapacidad lectora o, tal vez, por complejo putativo, por faltarle confianza en que aquello era merecimiento suyo y no menoscabo del señor Rodríguez. Triste destino de quien apela al método antilampedusiano (dejar que se consuma, que se corrompa, lo inmediato) para obtener similares recompensas.

Pese a lo dicho, hoy se ha llegado al sumo grado de atrevimiento, de petulancia. Cualquier don nadie se convierte en experto perito de la voluntad popular, desatinado las más de veces. Santones de la política -esos que ascienden a jefaturas y asesorías asistidos, reforzados, por vehemencias no siempre naturales- inducen a poner en boca de auténticos saltimbanquis tantas necedades que sobrecogen y esclarecen las limitaciones con que se adornan nuestros “bienhadados” próceres. Constituyen genuinas legiones de indoctos e incompetentes adscritos por el azar y la aprobación estúpida, onerosa, de ciudadanos incalificables. Temo que estas incurias, como la novela picaresca, tengan un hábitat concreto, acreditado.

Después de dos derrotas electorales y una victoria pírrica, que los clarines mediáticos pretenden traducir como victoria sin precedentes, Sánchez intenta elevarse por encima de la altura política que le corresponde según sus aptitudes. Él, junto a sus aguerridos ministros y adláteres más representativos, siembran el espacio informativo con la especie de que el pueblo se ha manifestado en abril y mayo de forma clara. “No hay alternativa al PSOE” suelen aventar empachados de indecencia y engaño. “Los ciudadanos quieren un gobierno progresista que corrija los errores de Rajoy” es otro de los eslóganes fraudulentos; inverosímil con ese latiguillo de “nuestro primer, natural, aliado es Podemos”.

Señores, concebir un gobierno “progre” con Podemos es tan antinatural como que un enano, verbigracia y sin ninguna maldad, quisiera jugar de pívot en la NBA. Transformar una realidad en apariencia, o viceversa, atenta contra las reglas lógicas para caer en absurdos notables, advertidos incluso por los más lerdos. Decir que los españoles quieren un gobierno del PSOE porque lo arguyeron el 28-A, como mínimo se erige en aventurada lectura. Aseguro -y me atrevería a hacerlo en nombre de millones de compatriotas- que, si los votantes hubieran perseguido un gobierno pleno del PSOE, si quisieran que Sánchez dirigiera el país, le habrían dado mayoría absoluta y no ciento veintitrés diputados insuficientes incluso para obtener mayorías con otra única sigla.

España puede presumir de malísimos, a la par que desorientados, hermeneutas. Pablo Iglesias le trapicheó a Sánchez una presidencia a cambio de compromisos vagos, antojadizos, y seis guardias civiles. Luego, cuando el disfrute del poder lo vuelve insensible a los humanos, concluye que Iglesias es un peligro serio para seguir habitando la Moncloa. Su error consiste en hacer públicas sus más íntimas lucubraciones. Continúa errando el día que ofrece a Podemos, diluido ya Pablo, una vicepresidencia y tres ministerios. Entonces surge con sorpresa -otro desliz insólito- la recusación de Podemos a dicha propuesta generosa puesto que, entre ambos, no era posible conseguir mayoría.

PP y Ciudadanos equivocan su trayectoria a fin de legitimar una oposición que ahora mismo no es prioritaria. Los hermeneutas monclovitas no se cansarán de poner a ambos en la diana popular acusándolos falazmente de ser ellos quienes bloquean un gobierno, al momento, imprescindible. Se impone, pese a intentos hercúleos, la falsedad de tal culpa, pues Sánchez quiere gobernar, sin ataduras y sin contraprestaciones, alejado de una mayoría absoluta o consistente.  Creo acertar si aseguro que los intereses ciudadanos les importan, sin excepción, un bledo. Así, al menos, parecen constatarlo acciones que no palabras.

Según sugiere el axioma praxeológico, si una persona es perfectamente feliz no actúa porque ya no desea nada. ¡Qué suerte! Somos un pueblo feliz.

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