Los buenos momentos
Hace años que vengo tomando nota, mental o física, de lo acontecido durante la semana. Constituye mi germen para el análisis. Son escasas las veces en que aparece alguna noticia capaz de despertar esperanza, ilusión.
Generosidad, paz, sensatez, decoro -entre otros- son vocablos en desuso, casi desaparecidos. Hoy, la vida acuña diariamente deslealtad, egoísmo, capricho, injusticia, sinrazón. No movemos en bucle infernal, vicioso, tal vez miserable. Luego, a nivel más o menos íntimo, nadie estamos satisfechos, querríamos que todo diera un giro radical, compensatorio. Aparece entonces esa impotencia desapercibida por esquivar lo obvio. He aquí la razón que exhiben quienes abandonan toda inquietud político-social. Cierran los ojos ante lo que les disgusta y apelan a la huida como solución más ventajosa o menos nociva.
Es fácil encontrar familiares o amigos que confiesan sin reparo el tedio que les produce ahora la política, ora hecho cotidiano, ora debate mediático. Este, solo cuando las emisoras respectivas pudieran considerarse refractarias, ya que el espectro se encuentra nítidamente perfilado. Incluso se niegan a ver determinadas cadenas; es decir, les incomoda determinadas defensas o críticas. Nos topamos, encima, con el dogmatismo que brota bravío en cualquier espacio doctrinal. Dicho entorno no resta, suma argumentos a las actitudes perversas, irracionales. Si escondemos la cabeza, es imposible responder a cualquier agresión porque desconoceremos su procedencia. Yo continúo justificando la abstención como exclusivo medio para exteriorizar nuestra soberanía y su legitimación representativa, nada convincente.
Es verdad que ni nosotros, quienes estamos a pie de obra, ofrecemos solución a conflictos analizados y expuestos en todo su rigor. Personalmente, imagino el grado de frustración a que pueda llegar cualquier ciudadano lego en la complejidad política y precedentes históricos. Conocer una anatomía, aun en grado superficial, evita sorpresas cuando vemos desarrollo y pautas futuras. Incluso asumiendo la realidad, creo que a todos nos queda cierto resabio de ultraje, de asco. En ocasiones, el conocimiento empírico, las mochilas vitales, deben servir para erosionar los ejércitos de terracota. Asimismo, aunque la sangre por estos lares hierve a temperatura ambiente, curémonos de insensibilidad, pero no de espanto.
Cada semana me obligo a pormenorizar, a entresacar, las noticias que llaman mi atención para luego basar en ellas el análisis pertinente. Sobresalen -si no son únicas- las que causan inquietudes o sobresaltos con difícil, cuando no nula, salida. Este trasiego indefinido, menesteroso, genera elevadas dosis de desesperanza, hartazgo e inseguridad sociales. Si al profano le aburre tanta indigencia política, es imaginable qué sentimientos aflorarán en quienes llevamos tiempo divulgando semejantes coyunturas. Sin embargo, nosotros desconocemos el verbo desfallecer; una fuerza oculta -prurito o servidumbre, entre otras veladas- exige airear permanentemente las impresiones de nuestro examen.
El pasado lunes, Pedro Sánchez a propósito del enredo Cifuentes dijo. “El señor Rivera tendrá que demostrar si su partido nació para regenerar la democracia o para encubrir las mentiras del PP”. Cualquier analista sabe que ese estallido verbal tiene la misma energía que una bombita de bebé en fallas. No obstante, al inexperto le retuercen los intestinos (para ser correcto) si fuere simpatizante de Ciudadanos. Estos ataques -provenientes de todas las siglas y divulgados por medios audiovisuales afines- crean un clima de rechazo total en los ubicados al otro extremo. La gente no distingue los brindis al sol ni el tono, más bien desentono, electoral cargado de propaganda con elevadas dosis de agitación.
De parecido jaez son las infinitas maniobras que hacen muchos políticos para crearse un currículum falso. Aquí se toleran salidas de bombero, con perdón, pero las mentiras pueden enterrar carreras políticas notables. Son conocidas “realizó estudios de” que, sin mentir, excitan la imaginación dispensando licenciaturas o doctorados postizos. Sabemos el caso de doña Cristina que le costará la presidencia madrileña. Pero… ¿y el caso de José Manuel Franco? Permitió durante ocho años que apareciera en su CV una licenciatura ficticia. La explicación posterior le dio la puntilla: “Donde no había ninguna irregularidad es que yo he sido profesor de matemáticas”. Si, hijo, sí. Una cosa es dar clases de matemáticas a amigos, vecinos, conocidos y otra, muy distinta, “ser profesor” que implica estar en posesión del título preceptivo. Cifuentes, desde un ámbito político, ha mentido con orgullo mal entendido y usted con jeta. Objetivamente, deben irse los dos a casa, pero usted aguantará porque se nutre con ética de quincalla.
Podría relatar cientos de mentecateces como la querella presentada por el Parlament contra el juez Llanera por “golpismo togado”, las “lagunas” de Griñán, las inacabables fechorías de unos y otros, las virtuosas lecciones éticas de presuntos -y no tanto- delincuentes. Quiero centrarme en algo realmente grave que viene ocurriendo con demasiada frecuencia sin que por ello nadie ilumine la escena. Me refiero a diferentes manifestaciones sin calibrar el alcance real. “Presos políticos”, “Estado totalitario”, etc. Hoy, las palabras del diputado Campuzano: “El Gobierno solo contribuye a crear un peor clima social en Cataluña”, sugiriendo la falta de independencia judicial. Quiérase o no, además de nutrir ciertas opiniones extrañas, oscurantistas, esta afirmación incita (una vez más) a la revuelta social. El aforamiento no puede constituir impunidad total.
Tengo siete nietos, desde una chica (María), con casi diecinueve años, a otra (Daniela) que cumplió hace cuatro días los dieciséis meses. Por circunstancias, no gocé plenamente como padre y no quiero que me pase igual como abuelo. Ahora bebo los vientos por la pequeñaja hasta el punto de abandonar el miércoles pasado la partida de dominó -sagrada- por verla. No menciono lo dicho a humo de pajas. Yo también me cabreo con estos estafadores, pero menos porque conozco el paño. Lo verdaderamente útil, con palabras populares de mi tierra conquense, es mandarlos a hacer “chorras”, olvidarse de ellos y dedicar a familia y amigos los buenos momentos. Que estos sinvergüenzas no nos roben, al menos, ni alegrías ni tiempo. Hoy por hoy, no se lo merecen.
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