La derrota de Franco, o cómo sacarle jugo al señuelo, por Manuel Olmeda Carrasco
Acepto que -pese al menoscabo histórico perpetrado por apetencias extemporáneas, quizás anhelos imposibles- se exhume a Franco y se vuelva a inhumar donde acuerden. Lo que deniego es su utilización ideológica, venga de donde venga.
Nací en mil novecientos cuarenta y tres; por tanto, experimenté casi cuatro decenios de franquismo. Voy a contar dos vivencias personales de aquella época. Tendría yo dieciocho años cuando ya bien entrada la noche agosteña -sobre las doce- un grupo de amigos charlábamos en el bar Sheriff, tomando unas cervezas. A poco pasó una pareja de guardias civiles y nos dijeron: “eh, chavales, ya está bien; ¡a dormir!”. Yo, rebelde con causa, dije: “¿y si no tenemos sueño?” Entonces uno de ellos replicó: “¿Qué… quieres llevarte dos hostias?” El sentido común, pese a mi cabreo e impotencia, me aconsejó callar.
La otra ocurrió luego de morir Franco. Una hermana de mi padre estuvo casada con un anarquista -así lo declaraba él- que había hecho los cursos para ser alférez republicano. Cuando entró en vigor la ley que permitía cobrar pensión a viudas de militares republicanos, gestioné el papeleo para que pudiera hacerlo. Necesitaba fotocopia del juicio sumarísimo a que fue sometido. Sentenciado a muerte por “adhesión a la sublevación”, le conmutaron la pena a cadena perpetua y, al final, estuvo preso ocho años en el penal de Ocaña. Sin comentarios.
Mi familia materna era de filiación franquista; pese a ello, un tío resultó muerto por los nacionales en la batalla de Brunete (Cuenca, por ubicación, luchó con la República). A los veinte años emprendí mi profesión de maestro, jubilándome cumplidos cuarenta años y ocho meses de servicio al país. Jamás pertenecí a ningún partido político ni sindicato, como tampoco gocé de ninguna cobertura privilegiada por el régimen. Es decir, no encuentro razones para encomiar el franquismo, pero tampoco motivos para vituperarlo empujado por la moda. Simplemente me ha tocado vivir un periodo -si bien algo brumoso y adulterado de forma agria- con momentos adversos.
Si hay algo que me molesta es el innoble adiestramiento por individuos maniqueos, más si procuran la obtención de réditos espurios. Ciertos medios me suelen escandalizar especialmente. Suelo ver programas de debate político en la cinco, la sexta y la trece. Estas dos últimas utilizan parejos métodos para ventear lo infernal o bondadosa que resulta la derecha a la vez que enaltecen o denigran a la izquierda. Ambas me resultan igual de indigeribles. Si reparo en ellas es con la única finalidad de comparar argumentos contrapuestos, pauta para un correcto análisis.
El PSOE -ese partido menos íntegro de lo que se asegura- no ha tenido homologación con la socialdemocracia europea salvo el periodo en que su secretario general fue Felipe González. Zapatero se ladeó al marxismo real e introdujo la Ley de Memoria Histórica (acompañada de falsedades sobre la situación económica) unos meses antes de las elecciones de dos mil ocho, vendiéndolos como éxitos rotundos de su primera legislatura. Verdad y realidad divergieron de tal manera que la primera generó un enfrentamiento social innecesario y las mentiras nos llevaron a la mayor crisis económica de los tiempos postreros. Sánchez ha cogido, exultante, el testigo.
El señor Rodríguez inició el camino para exhumar a Franco, favoreciendo así su primera derrota tres décadas después de muerto. Ese exterminio cuasi definitivo, sin embargo, lo llevó a cabo Rajoy al no derogar aquella Ley disgregadora, impuesta por Zapatero, que permite ahora -con fundamento jurídico- su exhumación. Sánchez ha jugado con el plan largo tiempo ilusionando a un colectivo arrebatado, presuntamente, por diluidos afectos familiares, dogmatismo profundo e intereses bastardos. El tedioso epílogo terminará en próximas fechas, cuando la cuarta aventura electoral otorgue al PSOE un rédito loable. Este remate, amén de la victoria tácita (político-social, que no castrense) del frente popular ochenta años tarde, es el objetivo previsto y casi conseguido.
Acepto que -pese al menoscabo histórico perpetrado por apetencias extemporáneas, quizás anhelos imposibles- se exhume a Franco y se vuelva a inhumar donde acuerden. Lo que deniego es su utilización ideológica, venga de donde venga. Ni es un triunfo excepcional, como quieren apreciar algunos, ni una capitulación afrentosa, al decir malévolo de otros. Simplemente es el deseo de un Parlamento que pudo ser corregido por otro de ideología antagónica, dando por supuesto (en cualquier de ambos casos) la división y el enfrentamiento social ocasionado.
Rechazo vivamente, eso sí, la estridencia de los medios y el oportunismo político. Ya he dicho que veo La Sexta. El día de la sentencia, Ferreras al igual que RTVE dijo: “es una victoria democrática”. Añadió que en ningún país europeo había mausoleos en homenaje a dictadores. Cuando alguien apuntó que en América los dictadores estaban enterrados en cementerios normales, refiriéndose a Chile y Argentina, el señor Ferreras cortó ante el sesgo del debate y dijo: “Bueno, bueno, son casos distintos”. Debió temer a Cuba y Venezuela. Esto, y los homenajes rusos a Lenin y Stalin con mausoleos, estatuas, calles y ciudades (Volgogrado, nueve días al año se denomina Stalingrado como claro homenaje a Stalin), ponen de manifiesto la falta de rigor e imparcialidad informativa.
No, la sentencia y su ejecución no conforman una “victoria democrática”. Tampoco es un logro de Sánchez que se realice antes del 10-N y lo presente como tal. Sería una “victoria democrática” y un logro de Sánchez si se consiguiera en España un sistema parecido al que disfrutan los países de Europa septentrional: Dinamarca, Suecia. Noruega, etc. donde no hay tantas bagatelas ni privilegios. “Victoria democrática”, entre otras acciones, significaría retirar miles de aforamientos para que pueda cumplirse estrictamente el artículo catorce de la Constitución; en bajar impuestos, reducir considerablemente el gasto público improductivo y atender, bajo ese prisma, a ciudadanos con penuria económica. Esto, por lo menos.
Exhumar a Franco no puede considerarse victoria para nadie que no merodee el absurdo. A lo sumo, clausura la antítesis vencedores-vencidos sin sacar a relucir atributos de difícil establecimiento o propiedad. La Historia se estudia, reputa un empirismo pragmático y se juzga con ecuanimidad para desechar de ella todo fanatismo. Su utilización insidiosa encierra uno de los mayores fraudes democráticos. Hay un hecho indiscutible: Franco no fue de derechas; por tanto, esta derecha nuestra nunca ha sido franquista. En el contubernio de Múnich estaba presente José María Gil Robles, líder de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) génesis ideológica del actual PP, ilegal en el franquismo. Esos son los hechos. Renovación Española, derecha minoritaria de Calvo Sotelo, sí pudo tener querencias específicas con Franco
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