Entre el chanchullo y la farsa
Somos un país que soporta siglos de oscurantismo y retraso en derechos civiles. Quizás sea debido a una sociedad imperfecta, al cisma legendario entre masa y élite. Puede que nuestro solar patrio profese un abandono secular de las tribulaciones gubernativas y semejante desidia otorgue carta de naturaleza al atropello, a la arbitrariedad. Ignoro, en definitiva, cuales son las verdaderas razones que nos han llevado a esta circunstancia tan sorprendente y desventurada. Se ha asegurado en multitud de ocasiones que cada individuo o grupo posee lo que merece. Sin embargo, creo excesivo el rédito pagado por las presuntas lacras que pudiéramos atesorar. Ni los peores ni más graves excesos expían tantas mortificaciones.
No voy a cometer el desliz de alinearme para avalar cualquier yerro o licencia originaria de aquellos que pudieran suponerse mis conmilitones. Es absurdo, lamentable, alimentar una ceguera desdeñosa, fiadora, a nuestro villano, mientras escarnecemos al rival que se adorna con elevadas dosis de prudencia, autenticidad y llaneza. Desgraciadamente, en política y prensa se confirma el dogma -junto a un fanatismo aderezado de ribetes agresivos- que dificulta cualquier concierto social. Ese es el procedimiento indecente utilizado con demasiada frecuencia para tapar ineptitudes indiscutibles.
Política y medios se nutren de paradojas. Sin perdernos en agudas lucubraciones, a poco denuedo, percibimos grandes diferencias entre lo dicho y lo hecho según momentos u oportunidades. ¿Quién no recuerda compromisos, promesas, proclamados por diversos responsables políticos para quedar convertidos en agua de borrajas? Ni salvadores de última hora, ni castas antañonas, exhiben diferencias que permitan discriminar a servidores y opíparamente servidos. Es más, diría que quienes se autocalifican de fieles a los principios éticos, despliegan un mayor grado de cinismo, de iniquidad social. Creo innecesario ofrecer detalles a personas interesadas por las singularidades políticas. El resto camina ofuscado, ajeno a productos y plazos.
Un PSOE torpe, insolvente, putrefacto, ha cuarteado las reglas del juego democrático y ahora, de forma tácita, anhela un salvoconducto reparador. Cuando los actos se guían por hitos lujuriosos, surgen escenarios malditos, infortunados, macabros. Una excedida ambición personal mantiene deudas sin fin por las apetencias similares, pero hostiles, que desarrollan. Ambas, ambición y adeudo, cortejan la infinitud más disparatada mostrando una avidez repugnante. El nuevo gobierno ha contraído cargas que no puede satisfacer sin dejar al descubierto efusiones adversas, definitivamente tóxicas. En efecto, comulgar con radicales e independentistas atrae divergencias notables con millones de ciudadanos hartos de supremacismo, boato e insolidaridad. El prurito de Sánchez puede salirle caro y enojoso al partido.
Sí, el gobierno incumple casi todos sus compromisos. Como oposición ofrecía sueños y exaltaba intereses que originan frustración al advertirlos insatisfechos. Los pactos sibilinos, más o menos obvios, empiezan a producir tensiones entre los que se inclinaban por la confianza en los mismos y la sospecha de falacia inmunda. A veces me sorprende la ingenuidad con que se manifiestan tipos aparentemente inflexibles, duros. ¿Qué ciudadano de a pie no sospecha que ningún presidente puede dispensar ciertas rentas a individuos que quieren romper la unidad de un Estado indiviso? ¿Acaso se les puede conceder a otros la gestión del púlpito nacional? ¿Quién se suicida después de alcanzar el laurel? Tal vez perciban, rayando la estupidez, una realidad política virtual, utópica, incapaz de casar con esa que ellos mismos bendicen cada día.
De momento, uno resulta triunfador indiscutible. Lincoln, a propósito de las mentiras políticas, aseguraba: “Se puede engañar a todo el mundo algún tiempo, a algunos todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo”. Zapatero puso en conflicto tan inteligente comentario hasta que Europa le obligó a destapar el avispero. Sánchez lleva parecida trayectoria. Puede que también Europa le pare los pies en lo económico y sus “aliados” (los del censurador) en lo retributivo, pues lo social importa poco a ninguno. Nada. Si esta sociedad -aborregada por un sistema educativo ad hoc- descubre el señuelo, el partido pagará una factura infrecuente, gigantesca.
Dejo aparte al anterior gobierno porque, aunque de forma espuria, ha pagado un peaje merecido. El actual viene mostrando la misma ineptitud que encubrió, con absoluta habilidad, aquel supervisor de nubes. Cuando quien decide se empecina en contentar a la galería con gestos como revitalizar la memoria histórica (onerosa y hostil iniciativa), exhumar a Franco, poner amplio escaparate a la migración opaca… y vertebrar estos asuntos -aparentemente- dentro de un programa de gobierno, no cabe preguntarse cuánto dará de sí dicho gabinete. Casi cuatro meses son suficientes para, con ingentes y notorias evidencias, reputar al gobierno de chanchullo, componenda, a mayor gloria de Sánchez; otro inútil envuelto en papel de regalo.
Al igual que todo texto ha necesitado un amanuense o linotipista para darlo a conocer, la mugre política necesita unos medios para ataviar de señora a la farsa. Enmascarada, oculta su verdadera encarnadura y se vende con absurdo éxito. Ignoro qué fundamentos les permiten colocar en primicia competitiva a los medios liberales cuando es la izquierda, más o menos extrema, quien posee una holgada preeminencia. Solo así puede concebirse el trato vergonzosamente discriminatorio de la noticia en razón de su autor, sin entrar en el grado de maldad o bondad objetivo de la misma. Conforma la prensa canallesca, experta en vaciar el lenguaje -cuando no subvertirlo- para lograr una manipulación sibilina, ruin.
Políticos y medios constituyen, a la par, el artificio del poder. Los primeros ensayan la técnica -henchida de chanchullos- perfecta para alcanzarlo o donarlo en ocasiones de forma “incondicional”. Algunos, armados de donosura ética, mantendrán contra viento y marea encontrarse a los pies del ara para cambiar gobiernos antisociales. Al tiempo, exigen trocar sus personas por otras para ser inmoladas en el ritual democrático. Un sacrificio añejo y recurrente. Los medios, asimismo, recurren al diapasón enalteciendo la farsa con todo lujo de cohetería. Al final, consiguen el efecto narcótico previsto.
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