Noticias de Cantabria
Opinión 03-05-2020 09:48

Élites advenedizas versus libertad de expresión, por Manuel Olmeda

No necesito convencer a nadie, supongo, de que el bien más preciado en una sociedad clarividente, segura y moderna es la democracia. Dicho sistema suele ocasionar sinsabores varios hasta darle consistencia no exenta de inseguridades. Como toda entidad, precisa mecanismos autónomos, independientes, compensadores....

 

 

No necesito convencer a nadie, supongo, de que el bien más preciado en una sociedad clarividente, segura y moderna es la democracia. Dicho sistema suele ocasionar sinsabores varios hasta darle consistencia no exenta de inseguridades. Como toda entidad, precisa mecanismos autónomos, independientes, compensadores, que al agregarse conformen un todo operativo, rentable, para una colectividad que busca compostura, paz y (a través de ellas) felicidad. Sin embargo, resulta complejo, difícil, conseguir el espíritu; la apariencia se puede obtener de oficio. Democracia presupone, etimológicamente, gobierno del pueblo, de la multitud, a quien debe someterse cualquier élite o lobby. Pese a esto, en nuestro país, venimos observando desde sus inicios que la soberanía popular desfallece sometida a diversos avasallamientos elitistas. Aplaca, eso sí, incluso con algunas juntas herrumbrosas, un sinfín de afectos larvados.

 

Una democracia real, exacta, justa, queda constituida por tres poderes no solo autónomos sino equilibradores: judicial, legislativo y ejecutivo. Utilizaré la inferencia empírica para argumentar mi tesis encaminada a exponer esta orfandad democrática que padecemos desde los primeros años de la Transición. El primer indicio vino a consecuencia de la oscura expropiación de Rumasa en mil novecientos ochenta y tres. Recurrida al Tribunal Constitucional por Ruiz Mateos, el voto cualitativo del presidente permitió al gobierno resurgir indemne. Trasvasar bienes expropiados a su privatización posterior costó al erario casi un billón de pesetas. Aquí empezaron los “chiringuitos”. En mil novecientos ochenta y cinco Alfonso Guerra reformó la Ley del Poder Judicial sometiéndolo a vaivenes políticos al compás de aquella famosa frase: “Montesquieu ha muerto”. El poder judicial quedaba expuesto a perversión gubernativa. Mutis total. Empezamos un infecto atajo de corrupción que ha conducido a este escenario actual.

 

Hago un estruendoso silencio sobre miles de millones derrochados -pitanza ignota incluida- durante la Exposición de Sevilla en mil novecientos noventa y dos. Más tarde, el Caso Filesa (mil doscientos millones de pesetas) demostró la financiación ilegal del PSOE. Cuando llegó al gobierno el PP y Aznar, mil novecientos noventa y seis, consintieron aquella vieja trayectoria iniciada con el PSOE. Diría, incluso, que usaron un silencio cómplice, si no colaborador, para tapar los excesos socialistas cometidos durante cuatro legislaturas. Este cobijo, reafirma la anormalidad democrática que veníamos sufriendo casi desde su inicio. Zapatero, inepto formidable, llegó al poder tras aprovechar vilmente la ilógica terrorista. Planeó, como actividad espectacular, un antagonismo social cuya colisión permanente impedirá -durante generaciones- vertebrar el país y conseguir cotas notables de prosperidad. Tuvo que irse dejando España arruinada.

 

Rajoy constituiría la última esperanza de una nación inerme, desencantada. Trajo, por el contrario, decepción traumatizante, incumplimientos e inobservancias espurias, punibles, que la propaganda izquierdista tornó imperdonables. Hizo mella “el partido más corrupto de Europa”, eslogan argamasa para gestar una comunión antinatural, retorcida, catastrófica. Así ascendió al poder Sánchez, la mentira hecha hombre político. Luego, tras tragicómicas escenas y nuevas elecciones, se encadenaron dos perdedores para constituir un gobierno falaz e inútil donde la propaganda se asienta como única sustancia perceptible. Quedan aspavientos vanos aderezados de demagogia, onirismo y retórica. El ejecutivo, asimismo, está sometido a dos ególatras insolubles, esperpénticos, que generan vasallos, rebaños lacayunos, necesarios para proveer sus egos ilimitados. Ello, al socaire de un proletariado insulso y una oposición inhibida, roma. Maduremos las palabras de Feuerbach: “El hombre mediocre siempre pesa bien, pero su balanza es falsa”.

 

Llegados a este punto, debieran parecernos antitéticos el sistema democrático y las élites parasitarias que asoman aledañas. ¿Describirán solo a países que sean auténticamente democráticos? Seguro, porque en estos lares abunda esa especie contrahecha que enfanga la concordia. Las democracias genuinas, legítimas, garantizan una exquisita división de poderes. Ahora mismo soportamos un gobierno absurdo, inservible, que ampara castas muy definidas, élites insolventes, cuya existencia (por encima de cualquier esfuerzo intelectual) se fundamenta en crispar cualquier tentativa concomitante. Este ejecutivo sometido -igual que España hasta que surja un movimiento liberador- a dos ególatras estúpidos y neuróticos, pone a prueba al ciudadano, me temo, con intenciones sombrías. De momento, esa manida libertad de expresión -si acaso acotada legalmente- sufre vaivenes arbitrarios y hediondos.  

 

Debe ser muy lerdo el que ignore la vergonzosa persecución del gobierno a quienes aireen sus deficiencias o desmanes. Constituye una censura sibilina, perceptiva, autorregulada; sosias de aquella franquista, pero recubierta a modo del sistema y tutelada por medios audiovisuales con nula ortodoxia deontológica. Sacia el triunfo de la hegemonía gramsciana en su máximo esplendor y rédito. Baste un ejemplo. Tiempo atrás, una señora perteneciente a la casta de UP fue juzgada y condenada a diecinueve meses de prisión. Iglesias, raudo, descalificó la sentencia: “Me invade una enorme sensación de injusticia”. En el colmo del cinismo dijo: “Quien quiera poner una mordaza a los españoles creo que piensa que vive en un Estado Autoritario”. ¡Manda huevos!, que diría aquel. Como plaga, destacados palmeros salieron enseguida justificando tales palabras.

 

Aparte esos medios que todos ustedes piensan, amigos lectores, eximios juristas con determinado pelaje, agredieron (desde mi punto de vista) el Sistema Democrático cargando contra el CGPJ por la protesta institucional que trasladó a Iglesias ante las improcedentes críticas de este. “Interferencia inadmisible en un Estado de Derecho”, dijeron al unísono con la preeminencia que les otorgaba ser expertos en leyes. Conocer la Ley, señores, no faculta a hablar ex cátedra, menos a causar derechos y libertades inmanentes al individuo, así como tampoco a cuestionar fundamentos sociales que deben protegerse para evitar veleidades, servidumbres o tiranías. La Ley imparte justicia y su requerimiento debe hacerse siempre, aunque otra libertad de expresión irrite al contrincante o refractario, a adheridos y correligionarios. ¿Por qué silenciaron los claros intentos del gobierno por acallar informaciones y “bulos” supuestamente perjudiciales? ¡Callen!, no respondan; advertimos la respuesta.

 

Alguien opinó que las invectivas al CGPJ no las expuso el vicepresidente segundo del gobierno sino el presidente de UP. Este nuevo quimerismo diluye la simpleza de la señora Calvo porque ya tiene émulos, competidores. A propósito: “No es mi caso, pero puede haber gente que piense que Lesmes opera como actor de la derecha”, dijo el inefable Iglesias. Con análogo guion, digo: “No es mi caso, pero puede haber gente que piense que Iglesias pretende implantar en España una dictadura comunista”. “A algunos hombres los disfraces no los disfrazan, sino los revelan”. Chesterton

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