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Opinión 16-03-2019 16:11

El rastro, por Manuel Olmeda Carrasco

Parece normal que aquellos niños -Pulgarcito, Hansel y Gretel- no supieran volver a su casa de forma ortodoxa. Por ello, necesitaron el rastro “sembrado” previamente. Los políticos (aborígenes o prohijados) que nos saquean continua e impunemente, necesitan -indocumentados ellos- la estela que sus mayores tomaron de otros progenitores

 

 

El diccionario de la Real Academia enseña que rastro es vestigio, señal o indicio de un acontecimiento. Otra acepción indica impresión, huella consolidada de algo. En ambos casos se toman como sinónimos “estela” e “impronta”. El primero acaricia la imagen de un cometa con su cola fulgurante. Impronta, introduce marca o impacto con cierto matiz moral. Resulta curioso que si queremos tener el vocablo subordinado al hecho empírico, como método ideal para su completa comprensión, nos topamos invariablemente con dos cuentos famosos: Pulgarcito o Hansel y Gretel (hermanos Grimm). En cualquiera de ellos, el apuro, la miseria, fuerza al abandono de estos niños siempre a expensas de las dificultades laberínticas que entraña un frondoso bosque. Pulgarcito y Hansel siembran el camino de pequeñas piedras blancas que les permitirá encontrar -ya sin luz- el camino de vuelta a casa, convirtiéndose en expertos guías de sus hermanos. 

Temo que los políticos jamás leyeron cuento alguno porque dicha actividad solo suelen realizarla almas nobles, humildes, candorosas. Por el contrario, esa falta de bendita inocencia suelen suplirla representando farsas histriónicas, embaucadoras, teatrales. Son eximios actores de ese gran teatro del mundo, según especuló Calderón ante el devenir humano. Muestran auténtica vocación por la tramoya que utilizan con verdadero desparpajo. Pese a tanta bufonada, quedaron atrás los tiempos divertidos, risibles, para caer hoy bajo los efluvios nocivos de Melpóneme, musa de la tragedia; esa que sigue acechándonos, ensartándonos, sin prisas, pero sin pausas. Peor aún es que no se divisa líder o sigla estable capaces de atenuar cuanto infortunio parece vislumbrarse por un horizonte atiborrado de desgana, hartazgo y desapego ciudadano, junto al afán disgregador, rupturista, modelado básicamente por una izquierda anclada en siglos pretéritos.

Decía Montesquieu: “No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia”. En efecto, los españoles creemos vivir en un sistema democrático donde ley y justicia rigen, sin merma alguna, la convivencia. Sin embargo, nuestro acontecer diario viene soportando -bajo un cúmulo de apariencias- extravíos, paradojas y futilidades, que encarnan un papel sustantivo en el régimen. Qué hemos hecho, o hemos dejado hacer, para que nuestro país parezca ser el exponente decisivo a la hora de expresar Montesquieu el pensamiento que abre el párrafo. Nadie duda de la justeza con que armonizan pensamiento y realidad objetiva: estamos inmersos en una democracia sin rastro válido, extraviada. Los partidos políticos, verdaderos usurpadores de un poder fétido, tiranizan al individuo minado por ese síndrome de Estocolmo infundido poco a poco, de forma similar a la fábula de la rana y el agua. Creo que la LOGSE, con su escuela comprensiva, originó una sociedad mediocre, acrítica, relativista, cerril, y esos rasgos les ha permitido cocernos al baño María.

Parece normal que aquellos niños -Pulgarcito, Hansel y Gretel- no supieran volver a su casa de forma ortodoxa. Por ello, necesitaron el rastro “sembrado” previamente. Los políticos (aborígenes o prohijados) que nos saquean continua e impunemente, necesitan -indocumentados ellos- la estela que sus mayores tomaron de otros progenitores. Incapaces de dar un paso original, propio, seguro, se limitan a seguir, cerrando los ojos, itinerarios abiertos antaño. Provenimos desde siglos atrás de regímenes absolutistas o de caudillajes castrenses. Tales escenarios aplicaron su propio lastre y pasados episodios liberales, mezclados con otros de trazos democráticos, duraron tan poco que resultaron insaboros, inodoros e insípidos. Incluso el último provocó una Guerra Civil que ocasionó demasiados muertos. Ahora llevamos cuarenta años de democracia sufrible, postiza, narcótica, empalagosa; hecha a mayor gloria de los partidos y sus omnipotentes líderes.  

Quizás Suárez constituyó la excepción que confirma toda regla, pues emergiendo de la autarquía supo abrir un sendero democrático. Calvo Sotelo pasó sin pena ni gloria por el gobierno, igual que el rayo de sol por el cristal: sin romperlo ni mancharlo. Felipe González siguió -con veleidades notables- un rastro viejo, casi olvidado. Quiso borrar del frontispicio de la casa común el término marxista, pero solo lo difuminó sutilmente pese al amago (vil simulacro del que se sabe líder indiscutible) estentóreo realizado en el XXVIII congreso. Nuestra izquierda ¿moderada?, pues, sigue el rastro marxista que dejó aquel PSOE perteneciente al frentepopulismo y que le impide ser homologado por la socialdemocracia europea. Zapatero, presunta víctima de avatares familiares, quiso ganar una guerra tiempo ha perdida. Abatido por supuestas, o no tanto, frustraciones heredadas, se obcecó en aprobar una Ley de Memoria Histórica que no redujo agravios y multiplicó enfrentamientos. Al final, se le recordará como padre de esa Ley disolvente al tiempo que su gobierno pasará al anonimato. Mal, muy mal.

Es lógico, a todas luces, que un PSOE revolucionario del siglo XX y Felipe González dejen a Zapatero la trocha por donde caminar ante una evidente falta de iniciativa personal. Pese a esto, y en contraste, no tiene un pase que Aznar y Rajoy sigan a González y Zapatero. Si Aznar realizó algunos cambios ocasionales al talante González porque este político ofrecía crédito, oficio de estadista, el caso de don Mariano fue paradigmático. Zapatero, un necio convertido en presidente, coronó una crisis económica, moral e institucional sin precedentes. Rajoy -paciente, convertido al tancredismo- consiguió una mayoría absoluta asombrosa, inexplicable; el ciudadano, perdido y asqueado, lo aclamó como salvador bíblico. Irresoluto, cobardón, torpe, mantuvo el rastro marcado por Zapatero dividiendo la derecha en fracciones refractarias, a veces irreconciliables. Otro fracaso añadido a un político esquivo, inmóvil. Podría decirse de él: “Fue un político honrado, lo que pasa es que nunca pudo demostrarlo”.

Sánchez conforma el apunte sin cuerpo ni rastro, un destello caótico y radioactivo, letal. Ciudadanos y Vox marcan en su proyecto un rastro atractivo, bienoliente, de momento inmaculado con algún lodo nebuloso. Ofrecen novedad, confianza, sin dejarse arrebatar, observándolos de cerca. Sería mal negocio vender la piel del oso antes de cazarlo. Podemos, muestra el rastro más veterano pues data de finales del siglo diecinueve. Su percepción la resume bien esta frase: “Un gobierno al que no le ofende la miseria pero sí la protesta no es digno de gobernar”. Amén

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