Democracia, partidos políticos y sociedad, por Manuel Olmeda Carrasco
Democracia es el menos malo de los sistemas políticos, al decir de Winston Churchill. Pudiera ser que, aparte renunciar a la búsqueda -como método inapelable- implicara cierta heterodoxia intelectual. Churchill no supo ver a qué meta puede llevarnos la estulticia o el caos por ella generado.
Cierto que una democracia, más o menos tangible, puede conllevarse porque el poder, cualquiera que sea su fuente, tiende a la tiranía, a oponerse al reparto equitativo o generoso de mercedes. No sé los demás, pero yo tengo el convencimiento absoluto de que difícilmente podemos encontrarla en estado puro, con entraña etimológica. Suele mostrarse disfrazada de atributos embaucadores que envilecen su esencia. Nosotros la conocemos “representativa”, justificando necesariamente los partidos como elementos básicos, imprescindibles. Surge la partidocracia, un apéndice maligno a lo que se ve y aprecia.
Inmersos en esta democracia con divergencias sustanciales del carácter original, vemos incrédulos como nos sisan poco a poco un supuesto ya bastante viciado. Pasamos casi inadvertidamente de un sistema de reparto a otro donde una élite acapara cuanto puede hasta el abuso. Eso sí, inundando el sistema, ofrecen, regalan, fórmulas ilusionantes que acaban causando frustraciones. Sin embargo, como el ave fénix cada tiempo, el señuelo renace de sus cenizas y el individuo retoña a la farsa en un rito cíclico e ininterrumpido. El poder, según Robert Michells, lo monopolizan élites concretas que quieren perpetuarlo retroalimentándolo a costa de sociedades apáticas o impotentes. Conforman un régimen de hegemonía e iniquidad admitida.
Se afirma, con mayor o menor acierto, que cada país tiene los políticos que merece. Una vez más, el ciudadano es reo de culpa mientras quien debiera cargar con la indignidad queda exonerado. Padecemos una servidumbre heredada de siglos sin que las últimas teorías sobre el poder, y sus relaciones con los individuos, hayan acotado abusos y miserias morales, aun materiales. Tal vez sean precisas revoluciones cuya metodología haya que ajustar para obtener objetivos ventajosos. Quizás fuera conveniente inhibir nuestro papel de coartada, de justificación, porque -en demasiadas democracias- las sociedades dejan de ser fundamento para convertirse en reliquia de usar y tirar. Probablemente rompiendo el nexo soberanía social-democracia, tuviéramos una acción efectiva mucho más fructífera. Para ello sería preciso usar la estrategia de tierra quemada. Es decir, rechazar toda concurrencia a esos paripés vivificadores denominados elecciones.
El miércoles amaneció un día de profundas sensaciones, duras realidades y experiencias provechosas. Sobre las nueve, empezando la jornada, recibí una llamada aflictiva, plena de dudas e inquietudes. Era mi hijo pequeño (cuarenta y cinco años) que había tenido un accidente de coche en Alacuás, un pueblo cercano a Valencia. Las primeras impresiones fueron duras; otro vehículo invadió su carril y el choque fronto-lateral fue inevitable. Intervino policía local, guardia civil y, al menos, una ambulancia que llevó a mi hijo a la Nueva Fe, un hospital inmenso. Por la cantidad de gente que observé durante las muchas horas que estuve en urgencias, me pareció poco operativo -en consultas externas- dentro de su grandiosidad.
Nos pusimos en marcha otro de mis hijos, mi señora y yo. Desde el primer momento, di con personas extraordinarias, atentas y muy amables. Contacte primero con el ciento doce. De forma rápida y cortés, no exenta de afabilidad, me dieron el teléfono de la policía local de Alacuás cuya atención, a lo largo de dos o tres llamadas que hice, resultó exquisita con las diferentes personas que comuniqué. Terminó el apartado policial con la patrulla que estaba señalando el accidente y cuyo cometido, previo atestado, concluyó cuando la grúa se llevó el coche. Me dio tiempo a darle las gracias personalmente, con el ruego de que las hiciese extensivas a toda la plantilla. En una palabra, insuperables.
Entretanto, una persona instalada en recepción de urgencias de la Fe había comunicado con mi nuera para indicarle el lugar donde estaba mi hijo. Pusimos dirección al hospital y al llegar tuvimos las primeras noticias tranquilizadoras. Poco después fueron llegando el resto de la familia, incluida nieta. El trato amable se convirtió en tónica general dentro del personal adscrito inequívocamente a la sanidad: médicos, enfermeras, celadores. Hago especial reconocimiento de una señora, siento desconocer su nombre, que se tomó como asunto personal mantener a mi esposa, su interlocutora, al tanto de las informaciones que ella conseguía. Así desde la diez de la mañana hasta las seis de la tarde. Extraordinario proceder.
El jueves nos acercamos a Silla, lugar donde la grúa dejó el vehículo. Recogimos la silla de mi nieta y resto de objetos personales. Observamos el deplorable estado en que quedó el coche, un todoterreno que minimizó los posibles daños físicos. Las personas de las grúas, una chica de la oficina y tres señores del taller, entre ellos Carlos, tuvieron un comportamiento ejemplar.
En definitiva, desde el miércoles vengo advirtiendo -por propia experiencia- que el pueblo español, mayoritariamente, tiene políticos más execrables de lo que nos merecemos. Yo no encontré, estos días, ningún ciudadano que fundamente proposición tan impropia e insultante. Ellos sabrán qué les ha hecho convertirse en seres extraños, sin cuna, asociales. Como dijo Goethe: “Los pecados escriben la Historia, el bien es silencioso”.
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