Del rojo al negro, por Manuel Olmeda
No imagina el amable lector lo que me ha costado encontrar la cabecera y concebir un contenido inspirador del artículo en ciernes. Cierto que el país se encuentra en una situación angustiosa, muy deteriorada, por ello la dificultad que supone escoger alguna faceta o cara que sistematice tal coyuntura y ayude algo a sobrellevar su percepción.
El momento es complejo y adentrarse en sus entrañas requiere esfuerzo y liberalidad para no dejarse llevar por ningún desafecto que obstaculice, todavía más, entrever los temas con mesura. Solamente de esta forma conseguiremos el efecto balsámico imprescindible para sobrellevar tanto ajetreo.
Los colores siempre han sido signos, códigos, que ilustran la realidad adelantándose al horror descarnado o a la destrucción pavorosa. El rojo, verbigracia, describe al fuego e incandescencia mientras indica a los animales peligro o toxicidad. Incluso, en variadas circunstancias, sugiere lo mismo a quienes tienen dos patas. Todos conocemos qué advertencia tácita nos guía al ver una bandera roja en la playa. A nivel mundial, el color rojo simboliza peligro importante, dramático: botón rojo. Contrariamente al mal hado expuesto, los españoles, asimismo, suelen utilizarlo entre metáfora, juego y tragedia, como color central en la llamada “fiesta nacional”, debido no ya a la muleta sino a los borbotones sangrientos lanzados por toro y, a veces, torero.
El negro es un color paradójico, contrahecho, imperfecto. Lo mismo hunde sus raíces en desgracias inmensas que suministra distinción y sutil elegancia. Desde el punto de vista físico niega toda posibilidad de fotorrecepción, básicamente por falta o escasez de luz. Debería tener connotaciones negativas, pero en ocasiones simboliza sentimientos de pesar, prescritos por ideales incumplidos, alejados de trayectorias a que llevan sublimes aflicciones patrióticas, doctrinales. Resulta curioso que los colores rojo y negro, en diferente distribución, formen parte fundamental de enseñas tan aparentemente encontradas como Falange Española y Confederación Nacional del Trabajo (CNT). José Antonio Primo de Rivera y Ángel Pestaña tenían muchas cosas en común, sobre todo desvelos sociales y amor a España, aparte de ser anticomunistas declarados.
Más allá del simbolismo cromático, inundándonos de realidad, nos encontramos en una coyuntura horripilante. Todo el mundo parece informado, menos quien debiera estar al cabo de la calle. Sé que el gobierno posee amplio conocimiento de los problemas, pero miente y los edulcora con falsedades planificadas. Al final, pese a Tezanos y sus fábulas, vislumbro un balance electoral severo si no desastroso, letal. El ejecutivo compendia todo lo escrito hasta el momento. Su faz ideológica -entre la izquierda frente populista y el comunismo extremo, totalitario, de Podemos- queda plasmada en el rojo único de sus banderas, bien con el puño y la rosa (lema belicoso-ornamental) o la hoz y el martillo (mueca mordaz a la unión de obreros y campesinos).
Ahora mismo navegamos a la deriva ante sonrojantes inepcias cuando no derroches inaceptables. Oposición e inopia caminan tendiendo la mano a un presidente felón apoyado interesadamente por una izquierda extrema, independentistas, afectos al terrorismo como método político y el aluvión particular, aislado, extraño. Me resulta curioso la falta de respuesta de PP y Ciudadanos cuando otras siglas impuras, manchadas objetivamente y absueltas por partidos que ven la paja en ojo ajeno, se atreven a calificaciones desenfrenadas, infames. Espero censuras sólidas, llenas de hastío, protagonizadas por una sociedad a punto de exigir su papel estelar. Pandemia y recesión hacen que la propaganda gubernamental, antes o después, se convierta en bumerán justiciero, castigador.
Sí, este gobierno bermellón -a Sánchez le preocupa la deslealtad de un Iglesias imprevisible e imprescindible, cada vez más amargo, impertinente- nos lleva a una España enlutada, de sepelio. Observo que Pedro (presidente o pastor del cuento del lobo, me da lo mismo que lo mismo me da) cada día se ladea con mayor obscena fruición a Podemos. Hasta tal punto, que observadores precisos disocian el poder ministerial y el mando real de un Iglesias jactancioso, chuleta, cuya influencia parece innegable. Es tan totalitario que, desprovisto de inteligencia, conforma siendo gobierno su propia oposición. Insisto, solo el instinto totalitario le insta a tener un poder omnímodo; asentándolo sobre atributos intelectuales le llevarían al fracaso de manera irremediable.
Vivimos en un mundo tiránico a la vez que fantasioso. Iglesias (sujeto embaucador, botarate, al que educadamente mandaría a su casa de Vallecas, evitando, como hizo él con los mayores, mandarlo a la mierda) apoya la ocupación de viviendas mientras tiene decenas de servidores públicos -guardia civil o policía nacional- custodiando el chalet de Galapagar veinticuatro horas diarias. Su masa votante la constituye, tras lo dicho, un amplio colectivo de cretinos al decir de Pedro Castro (exalcalde de Getafe) cuando se preguntaba: “¿Por qué hay tanto tonto de los cojones que vota al PP?”. Es la prueba palpable, incontrovertible, de incoherencia populista.
Ignoro cuál será el color de mentiras, farsas y compadreos, pero si hubiera un color concreto sería sosias de los políticos patrios. Sobre todo, de quien nos gobiernan. Su desfachatez les lleva a ocultar la evidencia. Cuando la muestra exhibe signos claros, ellos se empeñan en revestirla con ropaje farisaico. Europa, ajena a las tragaderas nativas, anuncia, por ejemplo, veinte mil muertos más por coronavirus que la cifra ofrecida por el ministerio de sanidad. También que el PIB ha disminuido, al menos, un veinte por ciento o que la ayuda de la Comisión Europea (ciento cuarenta mil millones) lleva aparejada unas condiciones rigurosas, impropias de loas y aplausos ministeriales, de autobombos necios. Si no hay problema, sobra el planteamiento y la solución. De cajón.
Sin turismo, por irresponsabilidad social, caos organizativo y negligencia gubernamental, con el ladrillo agarrotado por inseguridad jurídica y falta de inversión extranjera, vamos directos a la miseria atroz. Tal coyuntura no puede ocultarse pese a los esfuerzos de Iván Redondo y Sánchez. Ni siquiera con ayuda desesperada de Tezanos o medios orondos, atiborrados de subvenciones, que son casi todos. La realidad puede ocultarse durante un tiempo determinado, luego los hechos se imponen y las proclamas publicitarias constituyen el escenario donde, sin importar actores, la platea siente la farsa en carne propia. Pandemia y ruina económica acabarán con el teatro, pasaremos del rojo al negro. Queda desear que aparezcan pronto otros colores alegres, dichosos, ilusionantes.
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