Noticias de Cantabria
Opinión 30-05-2020 12:31

Contrarrevolucionarios y fascistas, por Manuel Olmeda

 

Cronológicamente este fue el orden en que leninismo y estalinismo combatieron con saña a quienes se apartaban del camino doctrinal. Aquel movimiento revolucionario y violento -surgido del desviacionismo marxista- empezó a eliminar, política y físicamente, a quienes rebatían sus postulados. Para ello eran acusados de contrarrevolucionarios, cuando probablemente los acusadores asumieran, ellos sí, posiciones contrarias a la auténtica revolución. No debe olvidarse que Marx propiciaba la toma “transitoria” del poder para instaurar un alzamiento social que implantara una organización proletaria a fin de acometer el control colectivo de la producción. El medio, “la transitoriedad” del poder, quedó convertido en fin y los bienes de producción pasaron a manos de una élite política que acaparó poder arbitrario, perpetuo, y riqueza inmoderada. Rusia, único país influyente donde todavía imperaba un absolutismo zarista, era el caldo de cultivo ideal para experimentar las teorías de Marx. 

 

Quizás fuera Lenin el primero que utilizó los vocablos contrarrevolucionario y saboteador para excusar la vena sanguinaria del bolchevismo. Ciertamente, fueron dogmáticos marxistas quienes iniciaron crueles métodos para purgar a compañeros y rivales dentro o fuera de la propia ideología. A este respecto debemos recordar que Lenin y Mártov fueron compañeros entrañables en el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, luego escindido en mil novecientos tres dando lugar a “bolcheviques” y “mencheviques”; bloques que llevaron su odio a extremos insólitos. Después de su muerte, Stalin acrecentó hasta lo inimaginable la ferocidad con que quiso aniquilar incluso a estrechos colaboradores, llevándolos a deportaciones y fusilamientos masivos.

 

No debe extrañar que países con regímenes neomarxistas utilicen parecidos métodos siempre que desean arrinconar a notorios rivales. Cuba o Venezuela constituyen ejemplos contemporáneos. Resulta inverosímil, sin embargo, que individuos acostumbrados a invocar derechos ciudadanos y darse permanentes golpes de pecho “democráticos”, callen (si no respaldan) parecidas aberraciones aplicadas en países -según ellos- de exquisitas libertades ciudadanas. Únicamente desde la primacía moral pueden subirse al púlpito del dogma; ese púlpito común a sendas doctrinas: iglesia y comunismo con similar afán opiáceo y alienante. Se ha mitigado el terror y su conclusión mortal, táctica leninista de sometimiento, porque el contexto internacional lo exige. No obstante, se siguen practicando actuaciones equivalentes.

 

Las crisis suelen traer transformaciones no siempre decorosas ni favorables para la sociedad. El crack del veintinueve originó en Europa un movimiento sísmico tan atroz que acarrearía trágicas consecuencias. El fascismo italiano y el nazismo alemán produjeron fractura social y quebranto de su normal convivencia. Exasperados por un nacionalismo salvaje, iniciaron diferentes acciones bélicas cuyo rastrojo fueron millones de muertos. A Mussolini y Hitler también les sobrevino la muerte con aquella locura, sin matices, que se adueñó de Europa. Antes, España había terminado su Guerra Civil con un único perdedor, frente a razones tendenciosas: el pueblo español. Unos fueron victoriosos, nunca vencedores; otros fueron derrotados, jamás vencidos. No obstante, se cometieron intencionados despropósitos dialécticos al objeto de encubrir, como siempre, desenfrenos propios. A la cita anticomunista se oponía el clamor antifascista, alejados ambos de añejas colisiones revolucionarias. En tan venturosa coyuntura, Europa tuvo que desterrar aquel clásico y sanguinario epíteto: contrarrevolucionario.

 

La victoria no lame sus heridas porque, a priori, carece de ellas. Derrota y contusiones aparecen conjuntadas, utilizando como resarcimiento etiquetas que superan cualquier espacio temporal o lógico. Es frecuente la concurrencia del atributo y el exceso; tanto, que al final surge un eslogan espontáneo, mecánico, desubicado. Hoy denominamos facha, fascista u otro adjetivo hostil, a quienes rechazan nuestro credo, sin advertir que señalamos la cara de una moneda bifacial, con cruz. Es decir, invitan a la respuesta pues son pruritos opuestos dotados del mismo ingrediente. Probablemente sea una táctica de marketing o propaganda, ignoro si digna, aunque yo la calificaría -al menos- de endeble, indigente. Desde luego no pueden esperarse gestos brillantes de nuestros políticos, mucho menos con ese aliento botarate que abarrota el Parlamento Nacional.

 

Nunca supe quienes constituían el grupo de intelectuales antifascistas durante la contienda civil y una vez terminada. Tampoco descifré por qué razón los que combatían contra Franco antes, durante y después de la Guerra les llamaban combatientes antifascistas. Todos ellos eran comunistas reales o postizos y diría que, por entonces, comunismo, fascismo y nazismo eran sinónimos. Propaganda y manipulación tienen como interés común desdibujar principios o valores para hacerlos atractivos, asimismo repelentes, según afinidades. Hubo individuos conservadores, liberales (en sus diferentes derivaciones) y aristócratas que lucharon contra Franco, aunque todos ocuparon, más o menos voluntariamente, el cobertizo antifascista. Hoy -como siempre, a excepción de aquel embrión creado por Santiago Carrillo con el nombre de eurocomunismo- comunismo y democracia son antagónicos, incompatibles.

 

Sabemos que los vocablos tienen perfil descarnado, inofensivo, pero tono e intensidad les añaden un fondo ácido y mugriento. Facha o fascista constituyen la expectoración que arrojan individuos (mayoritariamente de izquierdas) dogmáticos, extremistas, sectarios, sin argumentos rigurosos que oponer a eventuales disidentes. Sin este aspecto afrentoso se convierten en vocablos hueros, neutros. Curiosamente, cuando adolecen de insinuante ofensa, el actor pretende expulsar sus propios demonios ubicándolos lejos, como si quisiera evitar una contaminación fatal. Siguen a rajatabla el viejo dicho deportivo: “la mejor defensa es un buen ataque”. Estos individuos gustan mostrar -rápidos e intensos- el componente grosero, de cartón-madera, porque enseguida se queman.

 

Más allá de acusaciones que son búmeran para esta izquierda demagoga, populista y totalitaria, el gobierno exhibe o permite inquietantes tics totalitarios. Frases, actitudes y hechos lo constatan. Desde “basta ya de tanto viejo decidiendo el futuro” (Iglesias), pasando por “multar con dos mil euros a quien no acepte las multas con resignación” (Grande-Marlasca), hasta “la jueza del 8-M ha abierto una causa general” (atribuida a diferentes miembros del gobierno y partidos coaligados o en simbiosis, que nunca lo sabremos), si queda alguien bienpensante merece un “nobel a la fe”. El broche de oro lo puso (¡cómo no!) el ínclito (saboreen la ironía) Iglesias, a raíz del cambio en la cúpula de la Guardia Civil: “El general que no esté con nosotros, está contra nosotros”. ¿Necesitas más, Sánchez? ¿Enseña o no la patita este comunista? ¿Socialismo es libertad? Como habría dicho Fernando Fernán Gómez, si viviera: “¡Una mierda!”

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