Derecho, ley y justicia
Sé que el tema presenta controversias dispares, si no desatinadas. Visto con criterio, creo razonables las diferentes líneas divisorias. Ocurre, sin embargo, que apelar aquí al sentido común implica un esfuerzo suplementario, ímprobo, casi imposible.
Más, sumergidos en las inclementes aguas de un subjetivismo enfermizo, maniqueo, lesivo. Ni la sociedad ni el individuo muestran actitudes limpias, serenas o justas. No ya de justicia sino de justeza, adecuando hechos y exposiciones. Al contrario que Dios, solemos escribir torcidos con renglones rectos. Rectitud ofrecida por mentes distanciadas, equidistantes al menos, de la inmoralidad y el privilegio. Fuera de estos anacronismos no cabe benevolencia ni remordimiento. La vileza extiende su entraña sombría por el espacio vital. Contamina entendimientos y voluntades, dejando yerma, infecunda, su área de influencia. Sin duda es peaje excesivo, pero todo desequilibrio ensucia, obstruye o elimina. El pueblo, desgraciadamente, no tiene poder para impedirlo y, a poco, la alimaña resucita.
Para definir derecho precisaremos dos enfoques. Desde un punto de vista subjetivo, es la facultad que tiene todo sujeto para ejecutar un acto o para exigir a cualquiera el cumplimiento de su deber. Como acotación objetiva, lo conforma un conjunto de reglas que rigen la convivencia de los hombres en sociedad. El primero nace de la persona y por ello suele denominarse natural. Al segundo le asignan el epíteto positivo porque depende del acomodo que le otorgue un poder ajeno al individuo. Incluso, en ocasiones, llega al más espantoso de los designios; cuanto menos, a la más repulsiva arbitrariedad.
Suele exigirse, o ser invocado, por quienes lo eclipsan u omiten durante la mayor parte de su vida. Peor todavía es que los responsables de hacerlo efectivo casi siempre resuelven de forma anormal, injustificable.
Estaremos de acuerdo si determinamos que ley constituye norma jurídica, dictada por legisladores, que manda o prohíbe algo. Debiera conciliarse -tal vez reconciliarse a veces- con la justicia. Tal precepto formal delimita el libre albedrío del individuo dentro de la sociedad. Es herramienta y motor del derecho objetivo, aunque en ocasiones haya conculcado y conculque el subjetivo. Verbigracia, las leyes esclavistas. Sin llegar a estos extremos de indignidad legal, el error, la idiocia, incluso evidentes tics tiránicos, han forjado leyes vergonzosas para una democracia consolidada. No solo penales sino adscritas al amplio abanico legislativo e institucional. Quizás la verdadera maldad provenga de su exégesis, ilícita tolerancia o, por el contrario, inflexibilidad. ¿Podemos incluir, bajo alguna de semejantes anomalías, desobediencias impunes sobre el castellano y la aplicación del ciento cincuenta y cinco en Cataluña?
Justicia es un vocablo cuya concepción se presta a múltiples consideraciones y enmiendas. De forma precisa, constituye una virtud que inclina a dar a cada uno lo suyo. Debe ser siempre bilateral. Pero entre dicho y hecho hay demasiado trecho, como suele advertirse en la vida corriente. Asimismo, lo que conviniera ser virtud social, sin atajos ni peajes, muchas veces padece vaivenes apartados de la recta moral. También procesos oscuros y desmanes atribuibles a actores innobles, rígidos, formados en pesebres dogmáticos. John Rawls define justicia como equidad y por tanto se quiebra cada vez que olvidamos el principio de diferencia.
Determinar con exactitud alcances y fronteras de los términos morales que conforman el epígrafe, es arduo por no decir ilusorio. Están tan imbricados que el aislamiento constituiría un obstáculo infranqueable para inferir la teoría del Estado. Esta conclusión inexorable, cierta, junto a las anotaciones expuestas, permite adentrarnos sin sorpresa ni alarma en algunas audacias judiciales que nutren lucubraciones articuladas en torno al sentido común. Ese que los versados supeditan a la intransigencia teorética obviando circunstancias sustanciales y dando al traste con el perspectivismo de Ortega. Quienes reniegan de la filosofía, son apologetas del desatino.
En pocas fechas hemos asistido, con sentimientos encontrados, a dos determinaciones judiciales, no ya divergentes sino contradictorias. Me refiero al Tribunal de Estrasburgo. Denunciado el Estado Español por torturas, presuntamente cometidas por las fuerzas de seguridad, en la detención de dos terroristas de la T 4, el TEDH dicta sentencia y condena a España. Por un delito de malos tratos hemos de pagar cincuenta mil euros a quienes asesinaron a dos personas en el aeropuerto de Barajas. He aquí la contradicción: considerar moralmente humanos a dos terroristas y reconocerles unos derechos que ellos habían pisoteado en mayor grado. ¿Dónde está la equidad? Dicha sentencia, atenta contra el derecho natural y la justicia. Probablemente también contra la verdad. Al menos, es una bofetada jurídica a España cuando tiene más peso la palabra de unos delincuentes que la de un país democrático. De vergüenza.
El otro caso es la resolución del juez Pablo Llarena cuando deja en libertad a Mireia Boya, cómplice de un acto de rebeldía real según propia confesión. Encima haciendo gala de una actitud retadora en dicho momento y, en declaraciones previas, cuando afirmó que si la condenaban a prisión no saldría hasta que Cataluña fuera república. La contradicción se aprecia entre el espíritu legal y la decisión judicial; si bien, el juez la justifica por inhibición del fiscal. Temo que, ante el empeño de inmolarse, la resolución pretenda evitar una mártir, prevaleciendo aquí las circunstancias. Puede concebirse que sea una salida conveniente, pero injusta (en relación a otros presos) y ayuna de ley.
Fuera de toda complejidad y desconocimiento que, como lego, tiene el ciudadano de a pie, sentido común y juicio crítico le hacen dudar de la concordancia que debieran tener derecho, ley y justicia. Ciertamente, el hombre, sus limitaciones, hacen comprensible estas frecuentes divergencias. Lo curioso es que la justicia casi siempre queda ultrajada e insatisfecha. Sin ella, desaparece la dignidad del juzgador y del juzgado; en definitiva, del hombre.
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