Los hay que están peor
He de confesar que soy deportista y me encanta (quién lo diría cuando contempla mi monumento anti-griego en forma de barriga). No hago deportes físicos porque me canso y no quiero someter mi cuerpo a presiones antes de la ingesta de alcohol. Lo que sí practico es el deporte de la crítica. Me gusta leer los periódicos, cuanto más amarillos mejor, para reírme un rato de las tragedias ajenas y de los casos de corrupción y demás, sí.
Creo que las autoridades sanitarias están de acuerdo en este deporte porque beneficia a todos: al que lo practica y a los que ceden voluntariamente sus instalaciones y medios para su práctica. ¿Qué sería de los países sin la crítica destructiva? Nos quejamos porque hay otros que nacieron con más y nosotros tenemos menos y criticamos al que cobra por dar patadas a un balón.
En mi caso me quejo del mundo literario, demasiado injusto y para nada guiado por criterios de calidad ni de talento.
Seamos sinceros… ¿quién no ha practicado en alguna ocasión este deporte de riesgo? Sí, conlleva un desgaste y demás… pero la crítica nos lleva a, también, convencernos de la gran frase democrática: los hay que están peor.
Nos enseñan a no quejarnos cuando no podemos tomar caviar Beluga para desayunar y tenemos que esperar a la hora de la merienda, sí… pero quizás el resto no puede tomar esturión y tiene que conformarse con huevas de trucha. ¿Se imaginan? Yo no podría, la verdad, pasar sin mi ración de caviar diaria.
Y los hay, incluso, que no pueden tomar caviar de trucha ni caviar de nada, y tienen que tomar un poco de pan con cebolla… sí, aterrador. Y otros que no meriendan, ¿pueden imaginarlo? Así podríamos seguir hasta casi el infinito y más allá y repetir religiosamente (todos juntos, venga):
¡Los hay que están peor que yo!
Así llegamos a la ética de lo acomodaticio y criamos a nuestros hijos en el “los hay que están peor” y los gobiernos, fieles siempre a los ciudadanos (ejem), toman esta norma social como norma democrática y de derecho para aplicar la falsa igualdad en todo su esplendor.
Un ejemplo ha sido el de los funcionarios en España, a los que les han rebajado el sueldo porque, dicen, todos tienen que “abrocharse el cinturón”. Así, aplicando la rebaja (dicen) ganan todos porque las arcas del Gobierno están más saneadas que antes. Pues qué bien, dirá el ciudadano. Detrás de esta norma cohabita un más que maquiavélico razonamiento inverso a la perogrullada:
Como los hay que están mejor, vamos a quitar a los que están mejor.
El problema del asunto es que quitando a los que están mejor (que lo estaban, pero para eso han tenido que aprobar unas oposiciones en muchos casos durísimas) quitan también a los que no estaban tan bien como los que estaban teóricamente bien (el trabalenguas es consciente).
Dícese: la bajada de sueldos repercutirá sin duda en el consumo y así los que no estaban tan bien estarán peor que lo que estaban y los que estaban bien peor y… ¿quién se beneficia? Obviamente, el de siempre (que por cierto, no parece que nunca haya estado demasiado mal).
Como ven, el deporte tiene sus riesgos, y por mucho que Pepe “el demócrata feliz” quiera hacernos creer en la utopía de la igualdad total, lo cierto es que en la desigualdad radica el germen de la propia igualdad, por muy paradójico que pudiera parecernos. Y es que siempre habrá alguien que esté peor que nosotros para que nosotros podamos estar a su vez peor que otro que está peor que otro y así sucesivamente.
¿Es la única salvación el deporte? Puede que no, también nos queda creer en la verdadera igualdad.
Nota final para los recaudadores de Hacienda: lo de que como caviar a diario es una broma (que no todo el mundo, tampoco, puede entender la ironía… “los hay que están peor”).
**Martín Cid es autor de las novelas Ariza (ed. Alcalá, 2008), Un Siglo de Cenizas (ed. Akrón, 2009), Los 7 Pecados de Eminescu (e-book) y del ensayo Propaganda, Mentiras y Montaje de Atracción (ed. Akrón, 2010).
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