La broma del tupper.
Primero se retiraron las subvenciones al comedor en las escuelas públicas, luego se decidió autorizar a que los niños pudieran llevar la comida en una tartera, se delegó toda la responsabilidad en los centros y han acabado pagando los padres.
Tanta improvisación, tanto recorte poco meditado, conlleva casi siempre un desaguisado final. Puede que salga más caro la inversión en neveras o microondas, en pagar monitores que cuiden de los niños del tupper, en preparar otro comedor en cada colegio, que haber seguido manteniendo una subvención con criterios de necesidad.
En Madrid, por lo menos, el coste que va a suponer a las familias el que su niño lleva el tupper va a ser de tres euros con ochenta, solo un euro menos que ir al comedor escolar. ¿Es un precio disuasorio? Desde luego lo parece. ¿Es una forma de demostrar a las madres que no merece la pena el madrugón para preparar la comida del niño, ni la discriminación que supone el comer de tartera? Parece que también.
Al final, el Consejo de Directores de Colegios Públicos ha decidido, al arrancar el curso en las condiciones de penuria más graves desde hace muchos años, que esta es una forma de decir ¡basta ya! a los responsables del ministerio y las autonomías. El problema es que lo hacen sobre el trasero de la ciudadanía.
Con cinco millones de parados, la subida del IVA que afecta al material escolar, los libros de texto y los uniformes, hay muchas familias para quienes el gasto de comedor les supera. Por su parte, los centros que han visto como se multiplica el número de alumnos por aula, mientras los interinos se van a la calle, se atrincheran y se defienden. Los políticos de ambas administraciones han conseguido enfrentar a la comunidad escolar que hasta ahora tenía una sola voz en las protestas contra el desmantelamiento de la enseñanza pública y universal.
Al final, la discriminación va a alcanzar a los niños, y si no al tiempo. Un alumno que coma de tartera y no asista a las actividades extraescolares, que también han subido de precio, será diferente del resto de los niños de su clase. En determinados colegios del franquismo a las niñas "becadas y pobres" se les hacía entrar por otra puerta y con distinto uniforme. También la reforma educativa del ministro Wert empieza a tener el aire de otros tiempos ominosos.
Ya solo falta que se obligue a las madres a rapar a los niños al cero, en caso de piojos, para que la escuela pública recuerde a las películas en sepia de la posguerra. En un país con uno de los más altos índices de fracaso y abandono escolar, en lugar de incentivar el ansia por saber, se traza un recorrido de discriminaciones que conduce a decantarse por la Formación Profesional siempre a los mismos. ¡Que difícil se ha puesto aprender!
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