En un viejo país ineficiente, algo así como España entre dos guerras civiles Por Guillermo Pérez-Cosío
La fortuna de los comunistas, al menos la de los ricos de cuna como Gil de Biedma, carecía entonces de importancia alguna porque ya sufrían en el pecado la penitencia en forma de (mala) `conciencia de clase´; llevaban con incomodidad sus ideas políticas entre una vida regalada en lujosos chalés cuyos muros todavía no era necesario que protegiera la Guardia Civil.
El título corresponde a la primera estrofa del poema `De vita beata´ de Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990). Su obra es muy corta, pero, quizás por ello mismo, excepcional.
En 1965 solicitó su entrada en la formación comunista del PSUC y le fue denegada, no por pertenecer a la alta burguesía catalana, sino por su condición de homosexual.
La fortuna de los comunistas, al menos la de los ricos de cuna como Gil de Biedma, carecía entonces de importancia alguna porque ya sufrían en el pecado la penitencia en forma de (mala) `conciencia de clase´; llevaban con incomodidad sus ideas políticas entre una vida regalada en lujosos chalés cuyos muros todavía no era necesario que protegiera la Guardia Civil.
Pero el título está muy logrado. A mediados de la década de los 50 del pasado siglo, en manifiestos y escritos varios, desde el exilio o en el interior, se fue abriendo paso la idea de que la Guerra Civil que había asolado España de 1936 a 1939 había terminado; que era necesario poner punto final a su presencia y su recuerdo.
Los intentos de poner fin al régimen de Franco cuando al término de la Guerra Mundial muchos daban por seguro que su caída era inminente, se fueron al traste cuando una tras otra, las potencias democráticas lo fueron reconociendo y legitimando hasta que a finales de 1955, con el beneplácito de la URSS, España ingresó en las Naciones Unidas. Nadie vendría nunca a sacar las castañas del fuego a los antifranquistas mas recalcitrantes.
Es en 1956 cuando, a instancias del PCE, la reconciliación nacional pasa a ser un espacio de encuentro entre toda la oposición franquista. La guerra, bien presente en todas las memorias, era menester encerrarla bajo siete llaves, dijo en ese mismo año el presidente de la República española en el exilio, Diego Martínez Barrio. “Los hijos de los vencedores se funden con los hijos de los vencidos e impulsan a vencedores y vencidos a fundirse en una sola España” escribió en 1960 el presidente del Parlamento de Cataluña en el exilio, Francesc Farreras.
El propio Franco lo creía así y en 1969 declaró prescritas todas las responsabilidades penales por delitos cometidos en la guerra.
Lo ocurrido a su muerte, especialmente con la Ley de Amnistía de 1977 y la aceptación de la Monarquía y la bandera rojigualda por el PCE tras su legalización, confirma que nadie tenía entonces más interés que establecer entre todos una democracia y configurar espacios de libertad y entendimiento entre los españoles. Había llegado al fin la reconciliación nacional.
Por eso fue tan grave la Ley de Memoria Histórica de Zapatero y lo es ahora la nueva Ley de Memoria Democrática continuadora de aquella que extiende sus tentáculos en las autonomías gobernadas por los socialistas. Aspiran a remover el avispero guerracivilista que asoló España durante todo el siglo XIX, explotó en el XX y algunos desean recuperar en el XXI resucitando viejos odios y agravios para imponer una única verdad: la suya.
Vuelve a tomar relevancia dónde hizo la guerra tu padre o tu abuelo, si de verdad la II República era ese régimen beatífico que ahora nos pintan y todo ello recuperando un lenguaje que creíamos ya desterrado y que busca reabrir heridas y viejos enfrentamientos en un intento muy tardío, ridículo, de echar cuentas solo a uno de los bandos contendientes.
Políticamente hablando es lo contrario de la reconciliación nacional y abona un camino seguro hacia nuevos enfrentamientos entre españoles en ese viejo país
gobernado por socialcomunistas que tanto se equivocan al considerarlo ineficiente e interesado por esas historias y que es el nuestr
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