Carne roja, carne blanca ¿otro mito?, por el Dr. José Manuel Revuelta
No parece lógico que “la carne roja perjudique a la carne roja”, pero estamos acostumbrados a creerlo todo. Sorprende que algo tan agradable y atrayente, como un buen chuletón, pueda ser malo para el corazón.
Durante las múltiples glaciaciones, a consecuencia de las modificaciones en los ciclos orbitales e inclinación del eje de precesión de la Tierra, gran parte de los continentes quedaron cubiertos de nieve, como ocurrió en la última Glaciación Würm, hace algo más de 12.000 años. El frío extremo obligaba al hombre prehistórico (…y a la mujer prehistórica, claro!) habitar en cavernas, como en la cueva de Altamira (Cantabria) o la cueva de la Peña de Candamo (Asturias). El arte rupestre paleolítico muestra, invariablemente, escenas de caza de animales de “carne roja” -bisontes, mamuts, renos, ciervos o caballos-, rodeados por perseguidores armados con lanzas o arcos de fechas, en busca del imprescindible alimento, rico en proteínas y colesterol, del que dependían sus vidas.
Esta llamada ancestral por la carne roja quedó bien grabada en nuestro código genético, de forma que, aún en épocas de abundancia, ha subsistido con semejante avidez. Nadie presume de haber comido verduras, acaso de un chuletón; no existen muestras pictóricas prehistóricas sobre la recolección de “lechugas congeladas”.
Como animales omnívoros, disfrutamos comiendo carne roja, componente básico de nuestra dieta. Algunas investigaciones han mostrado los beneficios de la dieta omnívora sobre la vegetariana para la salud, entre otros motivos, por el mejor desarrollo muscular y prevención de la anemia crónica.
Desde hace décadas, se vienen identificando a las grasas saturadas y el colesterol, contenidos en la carne roja, como factores de riesgo de la enfermedad coronaria –angina e infarto de miocardio-. Diversas guías médicas internacionales alertan sobre el consumo de “carnes rojas”, aconsejando sustituirlas por “carnes blancas”, que no perjudican al corazón. Sin embargo, la evidencia científica actual sobre sus efectos indeseables para la salud cardiovascular está en discusión.
El pasado año, la industria cárnica constituía el 4º sector industrial de nuestro país, -por detrás del sector automovilístico, combustibles y energía eléctrica-, con un tejido industrial directo de unas 3.000 empresas.
Según datos del MAPA –Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación- en el año 2019, antes de esta terrible pandemia, la producción española de carnes fue superior a 7 millones de toneladas (MTm), ocupando el primer lugar la porcina (4,6 MTm), aves (1,7 MTm), vacuno (0,6 MTm) y otras en menor cantidad. Sobre el censo total de 150 millones de animales de la UE, España cuenta con una cuota del 20,8% (31,2 millones de animales), por delante de Alemania, Francia, Dinamarca, Holanda y Polonia.
Por ello, se trata de un tema delicado que requiere un análisis responsable, pero sin ocultar el estado actual de la Ciencia que, ante todo, vela por la salud y el bienestar de las personas. Para la preparación de este artículo de divulgación científica, se han seleccionado las publicaciones más recientes y robustas, procedentes de instituciones e investigadores relevantes, que nos permitan dilucidar si estamos ante una realidad o un mito más.
Del rojo al blanco
Según su color, las carnes se clasifican en rojas y blancas para diferenciar las procedentes de mamíferos y aves. Para el consumidor, el color constituye una de sus características más importantes, ya que influye en la aceptabilidad del producto.
Las carnes rojas proceden de los mamíferos de origen porcino, vacuno (ternera, vaca, toro y buey), caza (ciervos, jabalí, liebre o perdiz), así como las vísceras (hígado, riñones) incluidas en este grupo.
Se consideran carnes blancas las procedentes de las aves (pollo, pavo o faisán). En realidad tienen color rosado, no blanco -a pocos les apetecería consumir una carne blanca-. Determinados tipos de carnes (cordero) pueden designarse como carnes rojas o blancas dependiendo de que se trate de un animal muy joven (blanca) o adulto (roja).
La carne roja contiene abundantes proteínas, minerales (hierro, potasio, sodio, magnesio, fosfatos, zinc), vitaminas (vitaminas del grupo B), grasas saturadas y colesterol. Las carnes blancas poseen estos elementos, pero en menor cantidad. La especie, edad, actividad física y alimentación del animal son factores determinantes del color de la carne; simplemente, aumentando la cantidad de proteínas e hierro en la dieta del animal, se incrementa el tono rojo de su carne. Se trata de una carne muy jugosa por tener abundantes grasas saturadas y colesterol.
Este color rojo intenso es debido, fundamentalmente, al elevado contenido de mioglobina -pigmento muscular, rico en hierro-. La mioglobina es una proteína, compuesta por 153 aminoácidos, que tiene la importante misión de almacenar oxígeno. Presente en las fibras musculares, la cantidad de esta proteína y su contacto con el oxígeno ambiente, ocasionan determinados cambios en el tono natural del rojo. Tras el sacrificio del animal, la carne contiene oximioglobina -color rojo intenso-, pero el oxígeno la va transformando en metamioglobina -color rojo parduzco-, y algo más tarde, por reducción, en desoximioglobina -color rojo púrpura-.
Las fibras musculares contienen otra interesante proteína intracelular -ferritina- encargada de almacenar, trasportar y liberar el hierro en las células. El hierro libre en la sangre es tóxico, pero la ferritina se encarga de ir depositándolo en los músculos, elemento imprescindible para que la hemoglobina de la sangre pueda transportar el oxígeno, desde los pulmones hacia el resto del cuerpo.
Ya lo decían nuestros padres, “debemos comer lentejas y espinacas porque tienen mucho hierro y así nos pondremos muy fuertes”.
Las carnes blancas presentan un color rosado, por su menor contenido de mioglobina y ferritina. Aunque menos jugosas, son fáciles de digerir, por el reducido contenido de grasas saturadas. Su menor precio, diversidad y posibilidades culinarias le colocan, como hemos señalado anteriormente, en segundo lugar en el consumo general de carnes, tras la muy demandada carne porcina.
Carnes procesadas
Se tratan de productos elaborados con carne roja curada, salada o ahumada (chorizo, jamón york, salchicha, salchichón, mortadela, carne mechada), con el fin de mejorar su durabilidad, color y sabor. En el año 2018, se produjo en nuestro país más de 1,4 millones de toneladas de elaborados cárnico.
Los productos de carne procesada -charcuterías- suelen contener una elevada cantidad de tejidos grasos picados. Por lo tanto, su consumo frecuente incrementa la ingesta de grasas saturadas, colesterol, sal, nitritos, hierro, hidrocarburos policíclicos aromáticos y otros elementos químicos, dependiendo de su método de preparación.
En Junio de 2019, tuvimos en España el mayor brote de listeriosis conocido - zoonosis poco frecuente y muy grave cuando infecta a los humanos-, debida al consumo de carne mechada contaminada por la listeria monocytogene, que afectó a centenares de personas. Fue entonces, cuando las autoridades sanitarias nos alertaron de la existencia de diferencias significativas entre la carne roja no procesada y las procesadas que contienen diversos componentes añadidos.
La simple lectura del etiquetado oficial obligatorio de la AESAN -Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición- pone de manifiesto que la carne procesada, nada tiene que ver con la carne roja natural. Como ejemplo, un simple chorizo puede contener, además de magro y papada de cerdo, pimentón, ajo, sal, dextrina, azúcar, leche en polvo, aromas, aceite de soja, extractos de plantas, colorantes, hidratos de carbono, aparte de los “desconocidos y omnipresentes conservantes de la familia E” (E-621, E-451, E-301, E-250, E-252, E-120, E-235, E.331); encontré estos componentes en la etiqueta de un “chorizo de calidad extra” que tenía en casa. Por supuesto, lo consumí con agrado, aunque pensando que estaba comiendo un producto muy diferente de una carne roja sin procesar.
Ciencia del siglo XXI
Existe la impresión general, bien establecida, que el consumo de carne roja constituye un factor de riesgo de enfermedad coronaria -angina y/o infarto de miocardio- e ictus cerebral. Durante décadas, múltiples campañas de prevención sanitaria han conseguido reducir su consumo, difundiendo cierta desconfianza hacia este producto alimenticio.
Investigadores de Boston (EEUU) publicaron un estudio clínico prospectivo sobre el consumo de carne roja y su relación con la mortalidad cardiovascular, en la revista British Medical Journal, sobre una muestra de 81.469 personas sanas, analizadas durante 8 años. La alimentación frecuente con carnes rojas, especialmente carnes procesadas, se asoció a un incremento de la mortalidad, siendo más evidente en las personas con otros factores de riesgo cardiovascular, como actividad física reducida, alimentación inadecuada, tabaquismo y consumo frecuente de alcohol.
Recientemente, se ha descubierto en las carnes rojas un compuesto químico denominado OTMA -óxido de trimetilamina- que interviene en el control del volumen de líquidos circulantes en la sangre -osmolito-, especialmente abundante en los tiburones, rayas, crustáceos o moluscos.
Tras una ingesta copiosa de carne roja, aumenta el contenido de carnitina en el organismo. Esta amina, producida por el hígado, riñón y cerebro, es responsable del trasporte de los ácidos grasos al interior de las mitocondrias - orgánulos celulares encargados de la producción de energía-. Ciertas bacterias normales y habituales del intestino humano, como las acinetobacter, convierten la carnitina en OTMA, un potente estabilizador de proteínas, favoreciendo el depósito de colesterol y lípidos en las arterias. Sin embargo, su papel en la formación de placas obstructivas en las arterias coronarias no está bien establecido.
Tras la lectura de estas publicaciones científicas, podríamos llegar a la conclusión de que consumir carne roja nos pone en riesgo cardiovascular. De ser cierto, se trataría de un impulso genético hereditario que va contra la propia supervivencia, contradiciendo el hecho probado de que “los genes siempre priorizan la conservación de la especie”.
Sin embargo, diversos estudios clínicos observacionales sobre la ingesta de carne roja y su relación con la aparición de la enfermedad cardiovascular resultan frágiles y controvertidos, desde el punto de vista científico.
Varios investigadores en Indiana (EEUU), examinaron 945 estudios publicados sobre el consumo de carnes rojas y su posible influencia sobre la aparición de la enfermedad cardiovascular, obtenidos de las conocidas bases de datos PubMed, Cochrane Library y Scopus. Esta meta-análisis demostró que el consumo de moderado de carne roja no influye, en absoluto, sobre los niveles de lípidos, lipoproteínas, colesterol, ni en los valores de la presión arterial.
Hace unos meses, científicos canadienses y de otros países, entre ellos, españoles, demostraron que no existen evidencias serias para aconsejar la reducción del consumo de carne roja sin procesar (3 comidas/semana), porque no supone un factor de riesgo de enfermedad cardiovascular, ictus cerebral o diabetes tipo II. Estas conclusiones están avaladas por los datos clínicos recogidos de una muestra de más de 4 millones de personas, comprendidos en 61 estudios publicados recientemente.
Por tanto, las publicaciones científicas más relevantes ponen de manifiesto que no existen evidencias científicas probadas para recomendar la reducción del consumo de carne roja natural, en prevención de la enfermedad cardiovascular, pero tampoco para estimular su consumo excesivo. Así mismo, ciertas investigaciones recientes informan de que el consumo frecuente de carnes procesadas no es cardiosaludable.
Mito o realidad, ¿Cuál es el veredicto?
La carne roja natural es un alimento saludable, de alto valor proteico, sin riesgo para la salud cardiovascular. Como todos los comestibles sanos, deben consumirse con moderación, pero sin temor ni sentimiento de culpabilidad. Su calificación como factor de riesgo de enfermedad cardiovascular es un mito.
Las carnes blancas son igualmente cardiosaludables, apropiadas para el consumo más frecuente, por su menor contenido de grasas saturadas, especialmente para las personas con factores de riesgo cardiovascular establecidos.
Parece aconsejable reducir el consumo de las carnes procesadas –charcuterías-, tratando de seleccionar las mejores, según su composición, con objeto de mitigar, en lo posible, los efectos perjudiciales que pudieran tener sus múltiples componentes, añadidos durante el proceso de manufacturación.
Nuestro código genético ancestral no estaba equivocado, “Un buen chuletón no es malo para el corazón, aunque tampoco las lechugas”.
La virtud está en el término medio.-
Aristóteles (384 a.C. – 322 a.C.) - Filósofo y científico de la Antigua Grecia
Dr. José Manuel Revuelta
Catedrático de Cirugía. Profesor Emérito de la Universidad de Cantabria
Este artículo de divulgación científica se publica en Cantabria Liberal y Andalucía Información.
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Comentarios(1):
¡Gracias, profesor! Con sus artículos bien documentados, desarrollados con un lenguaje muy entendible y, sobre todo, con unas conclusiones que nos pueden ayudar en lo cotidiano, disfruto mucho y espero que los demás lectores también lo consideren excelente.