Noticias de Cantabria
30-10-2009 09:00

El problema de las drogas en Afganistán

La producción, procesamiento y tráfico del opio afgano afecta de forma cada vez más grave a los esfuerzos afganos e internacionales por dar seguridad y desarrollo a la población de Afganistán

Uno de los problemas más graves a los que se tiene que enfrentar el gobierno de Afganistán, y para el que necesita de todo el apoyo posible de la Comunidad Internacional, es el de la droga. Este sector desvía fuera del presupuesto del Estado más de la mitad del PIB real, en un país donde las fuentes de ingresos son escasas y los narcotraficantes, los “señores” de la guerra, los grupos insurgentes y los agricultores compiten o cooperan para repartirse sus beneficios y coaccionar a quienes tratan de restarles ingresos. El dinero generado por la producción, elaboración y tráfico de la droga no sólo financia la violencia sino que, también, fomenta la corrupción entre los responsables de reprimirla y pone a un gobierno débil frente a la amenaza de ser controlado por los narcotraficantes. Este es un problema que nos concierne a todos porque la heroína fluye por las fronteras afganas hacia los mercados europeos, dejando a su paso tasas insostenibles de adictos en Asia Central, Irán, Rusia, Pakistán y Europa.

Este ARI estudia el origen y la evolución del tráfico de opio, su aprovechamiento por quienes combaten al gobierno afgano y a las tropas internacionales y la estrategia seguida para combatirla.

La producción de heroína tiene su origen en la invasión soviética de 1979, aunque según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (United Nations Office on Drug and Crime, UNODC) es a partir de 2001 cuando se registra un aumento sin precedentes del cultivo del opio. La resistencia de los muŷahidin empezó a financiarse a través de las donaciones financieras de los países del Golfo y del apoyo que EEUU prestaba a través de los servicios secretos paquistaníes –el temido Inter-Services Intelligence (ISI), que es un auténtico Estado dentro del Estado paquistaní– pero estos ingresos no bastaron y los muŷahidin buscaron en la droga una fuente alternativa de financiación. En efecto, la política de tierra quemada aplicada por el ejército soviético, la desigual manera en que el dinero llegaba a la resistencia y el ánimo de lucro de algunos traficantes hicieron posible que el comercio del opio cultivado en las zonas fronterizas entre Afganistán y Pakistán se convirtiera en uno de los principales modos de financiación de la resistencia. Los ingresos derivados del tráfico de la droga fueron de tal importancia que se produjeron enfrentamientos internos, como los de los líderes fundamentalistas Hecmatyar y Nasim Akhundzada por el control del tráfico en la provincia de Helmand.[1] También, por entonces, los grandes latifundistas y traficantes contrataron a combatientes afganos para proteger la producción y escoltar la mercancía que se dirigía a los puertos paquistaníes, todo ello ante la pasividad de las autoridades norteamericanas, cuyo principal objetivo era acabar con la presencia de Moscú en la zona.

Al finalizar la ocupación soviética, los fondos procedentes de EEUU dejaron de fluir y, como alternativa, los “señores de la guerra” se lanzaron a una cruenta guerra civil con el objetivo de controlar el poder político en Kabul y el floreciente mercado del opio. Fue en este marco de enfrentamiento donde surgieron los estudiantes talibán, en el cinturón pastún, una etnia mayoritaria en el este y sur del país, y donde las fuerzas talibán consiguieron hacerse rápidamente con gran parte de Afganistán gracias al apoyo de una población hastiada de la guerra y bajo las promesas de pacificar el país e, incluso, de acabar con el tráfico de drogas. Sin embargo, una vez instalados en Kabul, los talibán prohibieron el consumo y la producción de heroína, pero no sólo no acabaron con el tráfico de opio sino que lo fomentaron para financiar su esfuerzo bélico y, de paso, ganarse el apoyo de los grandes traficantes, de los señores de la guerra y de gran parte de la población. De esta manera, se empezó a gravar el cultivo con dos tasas: el usher para los agricultores y el zakat para los traficantes.Incluso se consiguieron gravar las exportaciones de droga, lo que convirtió al régimen de los talibán en el primero capaz de aplicar unos impuestos a la producción agrícola. Sin embargo, ni EEUU ni sus aliados prestaron la debida atención al apoyo de Kabul al narcotráfico, puesto que les preocupaba más el apoyo al terrorismo que pudiera desarrollar el ideólogo –y recaudador– del movimiento talibán, Osama bin Laden, desde que aterrizara en Jalalabad en 1996. Desde entonces, la lucha contra el narcotráfico se vio desplazada por la prioridad de capturar o neutralizar al terrorista saudí, lo que sin duda tuvo un impacto negativo en la represión del tráfico.

Para llegar a los mercados de Europa, Pakistán e Irán y al de los países que formaban la antigua Unión Soviética, los talibán se sirvieron de tres grandes rutas que se mantienen hoy en día. La más importante sigue siendo la del oeste a través de Irán, uno de los países más afectados del mundo por el consumo del opio. La del sur atraviesa Pakistán a través de las fronteras con Baluchistán, hacia los puertos de Gwadar y Karachi, en donde se carga en barcos con destino a los países del Golfo Pérsico. La del norte cruza Kirguizistán, Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán con destino a los países de la Comunidad de Estados Independientes. Además, existen otras rutas secundarias que atraviesan Oriente Medio y África Oriental con dirección hacia África Occidental y Europa, dejando a su paso grandes cantidades de adictos y cómplices.

Estos antecedentes son necesarios para entender que la espectacular reducción del cultivo del opio en 2001 que aparece en el Gráfico 1 obedeció al intento del gobierno talibán de controlar la caída de los precios internacionales causada por la sobreproducción y no a su lucha contra el narcotráfico, uno de los mitos que se propagaron alentados por el desconocimiento y la propaganda. Para lograrlo, los líderes talibán, en connivencia con los grandes traficantes, acumularon importantes cantidades de opio antes de proceder a la prohibición de su cultivo, con lo que los pequeños agricultores se encontraron atrapados entre los créditos que les habían concedido los traficantes y la imposibilidad de poder plantar amapola en sus explotaciones. Esto provocó, a su vez, la animadversión contra el régimen de gran parte de los agricultores en vísperas del 11-S, una animadversión basada en el lucro cesante y no en motivos políticos o ideológicos.

La invasión norteamericana no supuso el final de los talibán. El objetivo principal de la Administración Bush fue la captura de los líderes de al-Qaeda a través de operaciones especiales y ataques aéreos, dejando en un segundo plano la persecución del régimen radical. Éstos atravesaron la frontera con Pakistán en el invierno de 2001-2002 hacia las remotas regiones de las Áreas Tribales de Administración Federal (FATA) de Pakistán o al Baluchistán paquistaní, contando con la protección del ISI mencionado, del partido Jamiat Ulema-i-Islam (JUI), que ya había colaborado con los talibán desde 1994, y de los propios pastunes que vivían en la zona. La ocupación estadounidense permitió a muchos de los antiguos señores de la guerra, algunos de ellos auténticos narcotraficantes, participar en el control de Afganistán, con la consecuente pérdida de credibilidad de los nuevos administradores y el incremento de la producción que recoge el Gráfico, prácticamente doblando la producción del período talibán. Además, se reprodujeron los conflictos por el control del opio, por ejemplo, entre las milicias de Abdul Rashid Dostum y las de Atta Muhammad en el norte, Amanulá Khan e Isamail Khan en Herat e Ismail Khan y Gul Agha Sherzai en Kandahar. A pesar del riesgo de que Afganistán acabara convirtiéndose en un narco-Estado, las fuerzas estadounidenses continuaron limitando sus intervenciones a objetivos militares sin luchar directamente contra el narcotráfico. El caso paradigmático de esta falta de interés fue el hecho de que Harji Bashar Noorzai, uno de los mayores traficantes afganos y benefactor de los talibán, fuera detenido y posteriormente puesto en libertad en el 2001 por falta de información.

Todo ello ha llevado a que Afganistán sigua siendo el líder mundial de producción de opio, con alrededor del 93% de la producción total, lo que traducido a magnitudes internas afganas supone que, de un PIB de 10.700 millones de dólares, 438 millones corresponden al cultivo del opio (hay que diferenciar entre el PIB real incluido el opio y el PIB oficial que no lo incluye). A pesar de todo, dentro de este marco preocupante, se ha registrado un progreso de ciertas magnitudes. Se ha producido en 2009 una notable mejoría en lo que respecta al número de provincias afectadas por el cultivo del opio, de 16 a 14 (frente a la bajada de 28 a 21 en 2007 y de 21 a 16 en 2008), mientras que se ha constatado una fuerte bajada del 22% en la cantidad total de hectáreas cultivadas, pasando de 157.000 a 123.000 (frente a la subida del 17% del 2007). Sin embargo, la caída de la producción es sólo del 10% por la mayor productividad por hectárea. Se observa la concentración de la producción de opio en el sur, este y oeste (un 99% del total) y bajadas significativas en el norte y nordeste. El 57% del cultivo total se produjo en la provincia de Helmand, pero incluso en esta inestable provincia se han registrado avances, al descender en un 33% el cultivo del opio gracias a su reemplazo por cereales.

Esta clara mejoría tiene su origen en la combinación de la presión de determinados gobernadores, una política antidroga más agresiva y la bajada relativa del precio del opio. En efecto, el exceso de producción de los últimos años ha inundado los mercados europeos y ha empujado los precios a la baja, de 70 dólares por kilo de opio fresco a 48. Tal y como señala el Director de la Oficina de Naciones contra las Drogas y el Crimen, Antonio María Costa, el hecho de que haya 800.000 personas menos dedicadas al cultivo es indicativo de que la producción de opio es menos lucrativa. Sin embargo, en un país en donde el número de personas implicadas en el comercio del opio es de 1,6 millones –es decir, un 6.4% del total de la población–, se hace extremadamente impopular llevar a cabo auténticas políticas antidroga o imponer cultivos alternativos mientras los ingresos por hectárea del opio sigan siendo de 3.562 dólares y el del trigo de 1.101 dólares.[4] Para el agricultor, la producción de la amapola resulta una elección muy rentable puesto que se trata de un cultivo resistente, de bajo riesgo, gracias al crédito que otorgan los narcotraficantes, relativamente seguro, por la protección que ofrecen estos mismos traficantes, y con facilidad de venta en zonas donde vender cualquier otro cultivo no resulta en ocasiones viable. Para la gobernanza afgana es un problema creciente porque el dinero del narcotráfico se escapa de los impuestos y alimenta la corrupción (Afganistán fue clasificado en 2008 en el número 176 de 180 países en el Transparency Internacional Corruption Perception Index).

Las estrategias y alianzas de narcotraficantes e insurgentes en torno a la droga

Los talibán, según los expertos, buscan en la droga fuentes de financiación para reclutar nuevos miembros, aumentar su influencia a través de la protección de los cultivos y financiar sus operaciones, como la ofensiva del 2006. Esto explica el incremento del cultivo en las zonas donde han intensificado su actuación, tal y como recoge el Gráfico 2. Son zonas como Farah, Nimroz, Zabul, Kandahar, Uruzgan y Helmand, controladas por las fuerzas insurgentes, tanto los propios talibán como las fuerzas del Hezbre Islami Gulbuddin Hekmatyar (HIG). También explica el diferencial de violencia y la multiplicación de enfrentamientos en provincias como la de Helmand, donde los traficantes ven amenazadas sus actividades por la presencia militar internacional. Tanto al-Qaeda como otros grupos armados también reclutan en ese vivero, con lo que multiplican su influencia entre una población cuya tasa de desempleo afecta al 40%, dando trabajo a jóvenes sin alternativa y sustento a sus familias, asegurándose así su apoyo.

Las relaciones existentes entre los grupos fundamentalistas y los carteles de la droga han sido tradicionalmente pragmáticas. Los narcotraficantes coinciden con los insurgentes en el interés de mantener sus zonas de operaciones al amparo de la acción gubernamental o internacional. La convergencia de objetivos les ha llevado a coordinar sus acciones: unos realizan operaciones de distracción para atraer las fuerzas de seguridad para que los otros puedan realizar sus actividades, lo que se facilita por la presencia e influencia de los narcotraficantes en la cúpula talibán.

La colaboración entre fuerzas insurgentes y narcotraficantes resulta particularmente nociva para el gobierno y para la Comunidad Internacional puesto que el dinero de la droga extiende el número de los que se oponen a su presencia en suelo afgano. Existen distintas estimaciones sobre la cantidad de dinero que las fuerzas rebeldes están recaudando del tráfico de drogas pero se considera que está entre los 200 y 500 millones de dólares al año, recaudados en forma de impuestos, recargos en distintos servicios a los traficantes y del propio tráfico de drogas puesto que algunos insurgentes se encuentran directamente envueltos en su tráfico y transporte y en la protección de laboratorios.[6] Finalmente, los talibán han visto como grupos locales de insurgencia aspiraban a controlar la conexión con los narcotraficantes por su cuenta, por lo que se han visto obligados a estandarizar los impuestos y prevenir el desfalco de la insurgencia local a través de la elección de recaudadores.

Las estrategias de lucha contra el tráfico de drogas

En enero de 2006, el gobierno afgano presentó una estrategia nacional de control de la droga centrada en las áreas de concienciación pública, modos de vida alternativos, cumplimiento de la ley, justicia penal, erradicación, desarrollo institucional, cooperación regional y reducción de la demanda.[7] Ahora bien, el gobierno afgano no ha sido capaz o no ha tenido la voluntad política suficiente para aplicar el plan. Tras los datos publicados por Naciones Unidas en 2007 denunciando el aumento progresivo del cultivo de la amapola, se llevó a cabo en Kabul una reunión entre representantes de los ministerios clave del gobierno afgano (en especial, el Ministerio del Interior, que tiene el mando sobre la policía nacional afgana, y el Ministerio de Defensa), gobernadores de las más importantes provincias cultivadoras de opio, líderes tribales, líderes religiosos, jefes de policía y miembros de la Comunidad Internacional para atajar el problema. La respuesta de los gobernadores ha sido desigual. Algunos, como los de Balkh, Nangarhar y Badakhshan, desarrollaron una vigorosa política anticultivos y la producción en sus provincias se acercó casi a cero. Sin embargo, otros no quisieron o no fueron capaces de hacer frente al narcotráfico por la fuerza de la insurgencia, la falta de seguridad o la corrupción, con lo que queda en entredicho la capacidad y la voluntad del gobierno afgano para llevar a cabo la estrategia aprobada. A esto se suma la supuesta conexión existente entre el narcotráfico e importantes miembros del gobierno de Karzai, que parece incapaz de atajar la corrupción. Los casos de corrupción son innumerables, como el de Izzatullah Wasifi, jefe anticorrupción afgano, que cumplió una condena de tres años y ocho meses de prisión en EEUU en 1987 por tráfico de drogas, o el del propio hermano del presidente Karzai, Ahmed Wali Karzai, jefe del Consejo Provincial de Kandahar, acusado por medios norteamericanos de estar detrás de gran parte del comercio de drogas de la región,[8] una acusación que su hermano siempre ha negado.

Por su parte, la respuesta de las fuerzas internacionales ante el problema ha sido desigual. En un principio, la mayoría de quienes tenían desplegadas sus tropas sobre el terreno rechazaban implicarse en una lucha que precisa especialización y que resta apoyo local. En su lucha contra la insurgencia, las fuerzas internacionales intentaron ganarse “el corazón y las mentes” de la población local para evitar que acaben apoyando a la insurgencia y la lucha contra el narcotráfico equivalía a privar del sustento a muchos agricultores. No obstante, la creciente constatación de que los fondos del narcotráfico alimentaban la insurgencia abrió el debate sobre la estrategia a seguir: algunos países, como Canadá y EEUU, deseaban una lucha militar más activa contra el narcotráfico y otros, como los europeos, se oponían a abrir un nuevo frente de conflictos. El compromiso llegó en 2008 cuando la OTAN autorizó el empleo de la fuerza en casos notorios de connivencia entre el narcotráfico y la insurgencia con autorización nacional y el resto de países admitió la necesidad de apoyar al gobierno afgano si requería este tipo de colaboración.

Desde entonces, los expertos han solicitado a las fuerzas de seguridad afganas e internacionales que se centren en la detención de los principales narcotraficantes, con independencia del coste político que pueda tener, y no en los pequeños agricultores (estos sólo reciben el 1% de los ingresos finales por consumo). Al mismo tiempo, aconsejan actuar selectivamente contra los centros de procesamiento creados en suelo afgano para aumentar el valor añadido, interceptar los precursores químicos para elaborarlos y destruir las grandes reservas de opio en poder de los talibán para sostener el precio del mercado (según la UNODC, podrían llegar a tener hasta 10.000 toneladas de opio almacenado para una demanda de opio a nivel mundial que nunca ha superado las 5.000 toneladas anuales). La última directiva táctica del comandante de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad de Afganistán (ISAF), general Stanley McChrystal, defiende que el objetivo primordial es conseguir el apoyo de la población intentando quebrar, entre otros, los lazos entre los productores de opio y la insurgencia, lo que supone un cambio radical en la política estadounidense en Afganistán que ya se está intentando poner en práctica en las recientes ofensivas llevadas a cabo en Helmand. Esta y otras medidas tratan de mejorar la percepción de la presencia internacional entre la población afgana, para lo que es necesario reducir daños colaterales en las operaciones militares para no provocar muertes de civiles ni dejar sin fuentes de ingresos a los agricultores. Sin duda, el mensaje que la población afgana obtenga de la ofensiva aliada en la zona será crucial para el futuro de Afganistán. Si perciben que las tropas están para quedarse y llevar estabilidad, luchar contra la corrupción y colaborar con la construcción nacional, la población dejará de apoyar a la insurgencia y será más sencillo controlar entonces un tráfico de drogas que amenaza con minar cualquier intento de pacificar el país.

En cualquier caso, la única solución real para el problema de las drogas en Afganistán está en el desarrollo económico, social e institucional a largo plazo. Será imposible tratar el problema del narcotráfico en el país sin generar fuentes de riqueza alternativas y un sistema judicial y policial competente, libre de corrupción y con los medios suficientes para llevar a cabo sus funciones. Por otra parte, la política de erradicación en sí misma no va a reducir la dependencia de Afganistán de los opiáceos sin una verdadera política de desarrollo y un cultivo alternativo viable. Las fuerzas aliadas deberían de centrarse en garantizar la seguridad para los campesinos locales, en especial, mejorando las principales carreteras hacia los mercados y entre los pueblos y el acceso del granjero al crédito, la tierra y el agua (la agricultura no relacionada con el opio genera el 40% del PIB y el 70% del empleo rural). El presidente Obama parece haber entendido la importancia del componente civil de su estrategia y en su discurso del 27 de marzo hizo especial hincapié en su importancia para pacificar Afganistán.

No existe una solución única ni simple para el complejo problema de la droga afgana. La erradicación no será sencilla y, de producirse, no conllevará el final de los talibán, puesto que ya han sobrevivido sin ella, gracias a las donaciones de países del Golfo, al apoyo de las tribus pastunes, al contrabando y a sus relaciones con sectores islamistas de Pakistán. Pero se debe tratar de controlar la producción de opio para que las fuerzas rebeldes cuenten con una menor capacidad de financiación, reclutamiento y de llevar a cabo operaciones, con lo que sería posible una estabilización del país más rápida.

Por lo tanto, la lucha contra la producción y tráfico de drogas debe figurar entre las prioridades de la estrategia y contar con instrumentos a la altura de otros componentes civiles y militares en la lucha contra el terrorismo y el islamismo radical. El narcotráfico afecta a la gobernanza afgana y a la capacidad de apoderamiento de su gobierno (“afganización”), pero el problema del cultivo y fabricación de la droga también afecta negativamente a todos los vecinos y a diversas regiones del mundo, por lo que debe incluirse en las agendas regional y global.

La lucha contra el cultivo y el tráfico de drogas no puede hacerse únicamente con medios militares, sino que debe de acometerse desde todas las instituciones y políticas adoptadas, desde las de seguridad a las de desarrollo y gobernanza. Esta es la sinergia buscada por las nuevas estrategias revisadas por la OTAN y por la Administración Obama, con un refuerzo del componente civil. Una vía propiciada desde hace tiempo por España y los socios de la UE y que es la única con visos de éxito para una reconstrucción nacional a medio y largo plazo.

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Comentarios(1):

yerba - 05-11-2009

pero qué problema teneis con las drogas=? la heronina y la cocanina no, esas son malas desde luego, pero por favor legalizad ya la MARIHUANA, que nunca jamas le hizo daño a naide, nunca le destrozo la vida ni la salud a nadie y la tenemos prohibida sin sentido y ademas resulta que tiene usos terapeuticos y usos de medicina, legalizacion yaaaa!!!