Conversaciones conmigo mismo
¿Somos todos iguales ante la ley, don Rafael? Por estos engaños propagandísticos, por inacción, por corrupciones sin límite y, a lo que se ve, sin deseos de eliminarla, por ineptitud, PP y PSOE quedan huérfanos de crédito. Quede claro: el pueblo será permisivo, mas no idiota. Los límites se están rebasando.
A menudo, los entresijos son tan sistémicos, tan rutinarios, que cualquier conversación (más o menos íntima) adquiere rostro particular. Aparentemente, esta sociedad muestra una actitud insensible, de hastío, ante la problemática política que desazona -como mínimo- al mundo industrializado. Sin embargo, el contexto interno sugiere engañosa normalidad. Bajo esa capa camaleónica, adicta al pataleo, casi fatalista, los sentimientos se muestran ahítos, montaraces. Aledañas a uno, se oyen voces iracundas, poco tranquilizadoras. El tedio, la frustración, alcanzan cotas excepcionales, a punto de traspasar esa línea roja que separa mansedumbre y agresividad. Pese a todo, el escenario parece no preocupar a estos portentos que nos toca aguantar. Bien por laxitud bien por análisis inconsistente, están llevando al país al despeñadero, a otro episodio lamentable no ha mucho vivido.
Días atrás mantuve una larga conversación telefónica con el segundo de mis hijos varones. Cumplidos cuarenta y cinco años, ingeniero informático, sensato, reflexivo, enemigo de arrebatos, físicamente una fotocopia mía (de ahí el epígrafe). Furibundo pero sutil, me comentaba que con su salario -bastante estimable- apenas llegaba a final de mes. Con dos hijos, hipoteca y sin trabajo su cónyuge, tal situación es lógica, habitual. Aseguró que, entre colegas del politécnico valenciano, similar panorama acontecía con frecuencia. A título de anécdota recurrente, me manifestó que un compañero, profesor con varios masters, y su pareja, profesora también, carecían de ahorros para comprarse un coche. Era la prueba fidedigna de que su indigencia no podía considerarse excepcional entre trabajadores con amplia formación. Qué decir del conjunto.
Conozco a mi hijo. Piensa y actúa como cualquier joven. Ni entiende ni le interesa la política más allá de aquello que escape a su bienestar económico e influya en la salud y formación de su prole. A la postre, manifiesta intereses idénticos a los de cualquier ciudadano, incluyendo edad y motivaciones. Si le inquieta el tema catalán, las empresas públicas deficitarias, excesos prevaricadores, nepotismos, enchufes varios, falta de ética, etc. etc., se debe a las consiguientes secuelas económicas. A mí, veterano analista político, tampoco me preocupan los vicios expuestos ni otros guardados en el tintero; me exaspera tanta insensibilidad y, sobre todo, que su jeta les haga conducirse como si fuéramos gilipollas. Algunos epítetos que mi hijo desgranaba para revestir desdoros de quienes gobiernan, o lo pretenden, son los mismos que ustedes, amables lectores, o yo pensamos y proclamamos usualmente. Cómo estaría, qué repulsión sentiría por los partidos clásicos, para confesarme el propósito de votar a Podemos la próxima vez. Franquear a Ciudadanos es síntoma alarmante, colectivo, de decepción, de desaliento. Ojo con tensar la cuerda demasiado, cuidado en seguir oprimiendo –descapitalizando- la clase media, trabajadora.
Lo expuesto dibuja a la perfección el marco actual. Cuando una persona de orden, formada, piensa votar a una sigla cuyo segundo líder exhibe -presunta y únicamente- méritos voluptuosos, opera mediante tácticas infectas, socava talantes y actitudes democráticas al mismo tiempo que ofrece propuestas vacías de sustancia, algo serio le ocurre al país. Desde luego no eximo de culpa a esta ciudadanía insípida, despreocupada, inmóvil, pero en palabras del tópico “a más autoridad mayor responsabilidad”. PP y PSOE, PSOE y PP, son los máximos culpables del extremo a que hemos llegado tras cuarenta años de ilusionante perspectiva. He aquí la fuente de tanto infortunio. Décadas de anhelos insatisfechos terminan en tedio temerario. Así se alimentan los populismos triunfantes que suelen abrir puertas a conflictos mundiales. Tengamos escrúpulos, serenidad y firmeza.
Si la democracia -sus responsables políticos- se burla del individuo, este suele tirar por la calle de en medio. Aquel tópico y socorrido mensaje de que las libertades se ganan día a día constituye otra desnaturalización interesada del lenguaje. A un ciudadano, a una sociedad inerme (sin guía), solo le anima el efecto contrario como reacción natural, verisímil, liberadora. Mis hijos, jóvenes, utilizan una frase disyuntiva asaz licenciosa, casi inaudible. Los años no pasan en balde, te pulimentan. Por esto, digo: “o jugamos todos o rompemos la baraja”. No hay alternativa.
Reseñaba que nosotros, la infantería, tenemos pocos recursos -más bien ninguno- para contrarrestar extravíos y perversiones del poder. Alegar soberanía democrática constituye un ardid que pretende lavar manos demasiado sucias. Nuestros partidos carecen de medidas que desarrollen la equidad jurídica y el Estado de Bienestar. “La sentencia acredita que todos somos iguales ante la ley” deja al descubierto, por parte del señor Catalá, un trato inicuo al contribuyente. Aporto como prueba aclaratoria el testimonio personal. Detalla la ley que el delito contra la Hacienda Pública requiere “una acción consciente dirigida a la defraudación al erario público”. Tal acción puede revestir la forma de “cooperación necesaria”, “complicidad” e “inducción”. Cristina de Borbón fue declarada inocente de presunta defraudación por no poder constatar consciencia. A mi esposa, por una cantidad mil veces inferior, le fue atribuido intento consciente de defraudación fiscal. Se le abrió expediente sancionador, multa y -al recurrir administrativamente sin ninguna estimación- tampoco pudo acogerse a reducción. ¿Somos todos iguales ante la ley, don Rafael? Por estos engaños propagandísticos, por inacción, por corrupciones sin límite y, a lo que se ve, sin deseos de eliminarla, por ineptitud, PP y PSOE quedan huérfanos de crédito. Quede claro: el pueblo será permisivo, mas no idiota. Los límites se están rebasando.
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