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Opinión 06-09-2020 07:00

Avance en Trabajos Sociales, por el Dr. Alfonso Campuzano

El Poder Legislativo debería preocuparse de actualizar las leyes, utilizando ciertos principios para que el alcance afecte también a los políticos y aforados.

     En pleno siglo XXI, y tras más de cuarenta años de convivencia partitocrática, convendría que el Poder Legislativo hiciera un examen de conciencia respecto a las penas impuestas por faltas y delitos tipificados en el Código Penal, dado que la convivencia en sociedad exige normas de respeto y de urbanidad.

 

    El Poder Legislativo –representado por personas elegidas, mediante urnas, que deberían figurar en listas abiertas y no dirigidas por los partidos políticos, para que no se cuelen personas indeseables– debería preocuparse de actualizar las leyes, utilizando ciertos principios para que el alcance afecte también a los políticos y aforados.

 

    Lo que más destaca es que, quienes tienen fácil acceso al dinero público, malversen, coaccionen, estafen, sin piedad siguiendo la voz oída de que no es de nadie, lo que acarrearía como condición indispensable cuando se les arresta, la devolución del dinero; alimento auto sufragado mediante trabajos sociales; reeducación comunitaria; inhabilitación para cargo público de por vida, sobre todo para que no reincidan.

 

     En cuanto a los criminales, torturadores, depredadores sexuales, pirómanos, deberían ser sentenciados con prisión permanente sin revisión para no tener ideas de recaer; trabajos sociales como medio para mantenerse; además de incapacitación para cargo público de por vida.

 

    Algo tiene que hacer la sociedad para defenderse de tales personajes. En general, el sostenimiento de los delincuentes condenados a prisión –ya sea temporal o bien permanente revisable–, debe ser auto sufragado por él y/o su familia, pues la sociedad no puede ni debe costear su fechoría. La inhabilitación para cargo público debería ser de por vida. Todo presidiario debería someterse a una reeducación comunitaria. Todo presidiario debería ser penado para hacer trabajos sociales más o menos complicados, fuera de su centro, según la infracción, por los años impuestos como condena, como medio para conseguir su propio sustento. No debería existir redención de pena ni cartilla de paro al salir de prisión, porque pactar un número de años para cumplir un tercio es una tomadura de pelo hacia la sociedad.

 

     En principio, despilfarrar dinero público –léanse impuestos directos e indirectos, pagados por los españoles– destinado a los noventa y dos centros penitenciarios (92), ya sea en construcción, ya sea en mantenimiento, no debe ser prioritario ni de lejos, aunque entre ellos destaquen varios de superlujo, casi cinco estrellas, dispuestos para los más agraciados.

 

      Un presidiario –de los sesenta mil (60.000), figuran diecisiete mil (17.000, o sea, el 28%) que son extranjeros, algunos ilegales, y que deberían ser repatriados–, cuesta a los contribuyentes unos sesenta y cinco euros diarios, es decir, casi veinticuatro mil euros al año, lo que en cifras globales supone unos mil quinientos millones de euros anuales (1.500.000.000€/a.), dicho de otra manera, una gestión económica muy gravosa.

 

    Como contrapartida al sistema judicial y penitenciario español –demasiado tolerante y bisoño–, está el sistema judicial y penitenciario estadounidense, que no cree en la reinserción de un penado, porque considera que puede reincidir, sobre todo si tiene la más mínima oportunidad.

 

     Así que su doctrina lo tiene claro: quién la hace sabe que repite, y no malgasta tiempo y dinero en reeducación comunitaria inviable a todas luces.

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