En busca de combustible, por Alfonso Campuzano
De nada sirve ponerse a trabajar si no se sabe la causa real, que evidentemente son muchas más que las imaginadas.
Ante una posible, aunque improbable, emergencia climática anunciada a principios de los años noventa del siglo pasado para los primerísimos años del siglo presente ha sido tal fiasco que, los interesados inmediatamente han anunciado lo mismo, pero para dentro de otros treinta años –olvidándose que los seres vivos disfrutamos actualmente de una época interglaciar–, y sin un plan de trabajo serio. De nada sirve ponerse a trabajar si no se sabe la causa real, que evidentemente son muchas más que las imaginadas.
Existiendo, como existen, más causas que las que se pueden comentar, achacar, como se achaca al CO2 –léase anhídrido carbónico o bióxido de carbono o dióxido de carbono– es una frivolidad, porque sin él la cadena de la vida de la nave espacial planetaria peligra irremisiblemente hacia la inexistencia. Los políticos aún no se han enterado de que al respirar exhala CO2, y así siete mil ochocientos y pico millones de humanos, sin contar a los animales. Y las plantas, durante la noche, también exhalan.
¿Quién ha impuesto comprar los derechos de emisión del CO2? Lo peor no es quién lo impuso, sino quién lo aceptó, y sin contar con los contribuyentes que pagan todas las multas, ocurrencias, vicios. Entre trastornados anda el juego. ¿En qué libro de entradas están anotados, un decir, los 800 millones de euros pagados por los contribuyentes españoles desde 2008, y en qué se han empleado? Porque no es un regalo al clima ni se ha hecho un referéndum para donarlos.
Lo fácil es echar la culpa a la actividad humana cuando existen otros factores como la actividad solar, la actividad volcánica, la trayectoria terrestre, etcétera, que tienen un valor importantísimo.
Tanto la ecología como la climatología, muy extremistas, está en la honda del buenismo, pelelismo, populismo, que se muestra hostil con los empresarios, con el librecambismo, muy propio del acratismo.
El caso es influir en el miedo colectivo, como una parte de la manipulación social, para hacer creer en lo que no se ve con vistas a quién sabe qué experimentos más complicados que los vividos actualmente, de manera que, la ansiedad contagiada por simpatía y la globalización, hagan que se expanda como una mecha encendida haciendo uso mayúsculo del verbo prohibir con noticias que hacen bandera del negacionismo constante y mantenido.
Desde hace varios años se percibe una incongruencia flagrante ante el intento de cambiar la elección de combustible para el transporte vial, que no aéreo ni marítimo. La moda del combustible fósil está llegando a niveles de casi proscripción porque así lo han decidido ciertos grupos de presión y multinacionales, pero las nuevas tecnología se fundamentan en utilizar materias contaminantes. El combustible que confecciona y suministra los instrumentos y conexiones de los consumidores que atemperan los discos duros y que navegan por las redes informáticas propalan rastros de CO2.
La época de la electricidad que mueva vehículos terrestres está de camino en busca de la fuente de almacenamiento y alimentación que fabrique baterías eléctricas de ión de litio –además de emplearse en psiquiatría, en forma de sales, como tratamiento de la psicosis maniaco-depresiva–, elemento metálico muy escaso en la naturaleza.
La extracción de este metal origina un gran impacto ambiental. Por ahora, las baterías de litio son muy contaminantes y su traslado es considerado una mercancía peligrosa por ser inflamable y explosiva. Su almacenamiento es complejo, porque requiere equipo pesado. La reutilización y reciclaje resulta inservible. Las reservas mineras mundiales no son como para tirar cohetes, porque la media está en unos veinte años.
Mucho vehículo terrestre eléctrico para tan poca batería de litio. Y después, ¿qué?
Bucle.
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