Relato de la antigüedad o de cómo las gastamos hoy en día

El Sacerdote Im-oteh alargó sus manos y, con las palmas hacia arriba, hizo ademán de súplica y ofrenda. El Faraón Set-Amón, sin mover sus labios, preguntó con solemnidad desde lo Alto:

“Conozco la Verdad porque la Verdad soy Yo. ¿Cómo os atrevéis a preguntarme si lo que ordeno es justo y humano? Justo y humano es todo aquello que desconozco, y, es más, debo desconocer por mi condición divina.

“Si mi Trono se encuentra 7 escalones por encima de vuestra mundana vida,¿cómo osáis siquiera pensar? ¿Recordáis que Yo os la otorgué?”

El Sacerdote Im-oteh se derrumbó como edificio de arena. A su lado, los sirvientes reales comenzaron a llorar en silencio, observando la mirada azul diamante del Faraón Set-Amón.

En ese instante, el Dios Sol penetró por la abertura central del Gran Templo, deslizándose por la Sala de Ofrendas postrándose a los pies de Set-Amón, e iluminando el trono.

El Faraón preguntó con la mirada:

“¿Es cierto que, en vuestras estancias, se enseña a los discípulos de Amón a discernir entre lo recto y lo desviado? Si ello es así, hago saber que caerá sobre vos toda mi ira. A mí, como Supremo Orden del Mundo, me cabe deciros que la Ley está muerta si yo no le doy mi soplo de vida.

“Llegarán tiempos en los que la niebla de la civilización llenará de desconcierto vuestras vidas. Ahora ¡Arrodilláos y Yo os perdonaré vuestra deuda!”

El Gran Templo se inclinó al unísono. En el silencio sonó una flecha disparada desde la oscuridad, y al instante, el Sumo Sacerdote Im-oteh se desplomó en golpe sordo sobre el primer escalón.

La luz del Dios Sol se retiró del recinto y el faraón Set-Amón hizo un gesto de aprobación. El silencio reinó entre las dos columnas principales mientras el cuerpo del Sumo Sacerdote adquiría un brillo mortecino.

Jaqim cerró el manuscrito que acababa de leer y besó el sello de la portada. Inmediatamente bajó las escaleras de la biblioteca de la Medina y desapareció entre humo, jazmín e incienso.