Noticias de Cantabria
03-09-2009 09:00

Manía persecutoria

Había sido un año de largas y duras discusiones, un año de zancadillas y batacazos, de algunos pasos sutiles y muchos ridículamente grotescos.

Y el señor Montilla había salido vencedor de las negociaciones del nuevo modelo de financiación de las Comunidades Autónomas: una pugna que ha terminado por hundirnos a todos en el principio nacionalista según el cual la razón, y todo lo que arrastra, no emana de las personas, sino de los territorios. Después de que Montilla dijera que España saldaba ahora una deuda con Cataluña, el periodista preguntó al presidente de la Generalitat qué pensaba de los dirigentes del PSOE que se quejaban de su histrionismo verbal. «Hemos procurado ser sumamente respetuosos», respondió el señor Montilla. «El problema», subrayó a continuación, «es cuando otros hacen uso de actitudes que deberían estar superadas, como la catalanofobia.»

De ninguna manera, en ningún debate nacional que implique a Cataluña, puede faltar esa expresión: «¡eso es catalanofobia!» He leído muchas veces declaraciones parecidas, y nunca deja de asombrarme, y de entristecerme, la perduración invencible de esa inclinación a la madrileñofobia de los dirigentes catalanes. Porque hasta ahora, y desde hace mucho tiempo, la clase política del Principado -una de las más autocomplacientes de Europa y la menos crítica consigo misma de España- ha tenido la sospechosa habilidad de atribuirse el papel de bondadoso dueño de la razón asediado por poderosos y crispados movimientos de rechazo y descalificación. Como si la realidad pudiera reducirse al esquema elemental de una película de vaqueros. Como si el señor Montilla, mártir autoproclamado, perteneciera a esa misteriosa genealogía de personajes míticos, amasados por el prejuicio, que han cruzado los siglos sin envejecer y brillan en nuestros días tan lozanos como cuando aparecieron.

Un Shylock, por ejemplo -el prestamista judío que Shakespeare ideó con el propósito de halagar los sentimientos antisemitas de sus contemporáneos- pero creado por Quevedo.

Pero el señor Montilla no es ningún Shylock. Su lamento responde al consabido memorial de agravios, con sus citas escrupulosamente escogidas para conseguir el efecto deseado, con sus hechos históricos debidamente amañados, sus silencios, gorgoritos y suspiros.

Se trata, por supuesto, de una obvia y acusada intención de concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos. Nada nuevo, en efecto. Pero para ser eternamente buenos e inocentes, es necesario que haya otros que sean absolutamente malos y culpables. ¿Y qué mejor culpable que la vieja y opresora Castilla; qué mejor generador de abusos y descalificaciones que Madrid, la capital de una España pétrea y dominadora, origen de todos los males de la historia de Cataluña; qué mejor culpable que la España de matriz castellana, hogar de la Inquisición, la sangre caliente, la intolerancia, la predisposición a la guerra civil, a exterminar indios o traficar con esclavos; qué mejor culpable que ese territorio al que, en 1898, el poeta Maragall comparó con un Hamlet desdichado y expirante, necesitado de la transfusión de vida del príncipe Fortinbrás, es decir, de la equilibrada y serena Cataluña?

Siempre me han sonrojado las sospechosas simplificaciones, y aún más la persistencia y la eficacia de los lugares comunes y las peores de las leyendas. Piénsese, por ejemplo, en la imagen de Felipe II, tan bien cargada de infamia por sus detractores que la campaña orquestada por holandeses, ingleses y franceses en el siglo XVI logró en España propagadores hasta entre historiadores y estudiosos de quienes deberíamos esperar un criterio más riguroso y una visión más seria del monarca.

Siempre me han intrigado el olvido y la prisa en aceptar versiones de una vulgar superficialidad. En cierta ocasión, un escritor amigo de las simplificaciones reprochó a Borges estar al lado de los dictadores en lugar de al lado del pueblo, como hiciera Pablo Neruda. Hostil a la necedad insípida del siglo XX, una época de furiosos maniqueísmos, con la mirada puesta en esa vasta nada que acosa a los ciegos, Borges contestó a su interlocutor como un aristócrata irrespetado por un plebeyo del espíritu:

«Neruda nunca estuvo al lado del pueblo. Estuvo al lado de la Unión Soviética, que es otra cosa muy distinta.»

Una respuesta igual de enérgica dio Sánchez Albornoz al pesado coro que en 1919 repetía el mito levantado por el pesimismo del 98: un mito que se duplicaba con su contrario, dibujando una Castilla atrasada, perezosa, absorta en las glorias del pasado imperial de los Habsburgo, y a su lado, una Cataluña emprendedora, cosmopolita, abierta al mundo moderno y alejada de melancolías paralizadoras. Harto de esa mirada desdeñosa que condenaba al centro peninsular a una especie de reserva de negruras, a un papel grotesco de malos de película, Sánchez Albornoz quiso poner las cosas en su sitio y explicar muy cuidadosamente algunos hechos, entre ellos, que Castilla no deshacía España:

«Se habla mucho de la decadencia de España. Se hace responsable de ésta al imperialismo castellano. Las voces de los pesimistas hallan eco en Cataluña, y desde ésta se nos acusa también de haber desbaratado la hacienda paterna, como si los esplendores y las grandezas de los días de prosperidad hubiesen sido heredados, cuando fueron ganados por el esfuerzo, y como si Cataluña no hubiese contribuido en algunos momentos a precipitar la decadencia.»

Los estereotipos asfixian la inteligencia, porque distorsionan y hacen borrosa una realidad que sería mejor aprender a mirar de frente. Son como las peores leyendas: nos privan de lucidez, nos desactualizan, asemejándonos a esos curiosos despistados que, en Estados Unidos, Francia, Inglaterra o Alemania, siguen preguntándose si nuestro país ha superado sus demonios antiguos -ya se sabe, la fanática tendencia a matarnos los unos a los otros-, y a los que hay que recordar que España es hoy un país tan democrático como cualquiera de los suyos... un país que dejó atrás la dictadura, y lo hizo pacíficamente, a pesar de todos los vaticinios lúgubres que se hacían sobre la transición.

Pero no hay remedio para nuestros socialistas y nacionalistas catalanes, que aún se mueven por añejos estereotipos, y que en su exaltación paranoica de una nación , cercada de seculares enemigos exteriores, reproducen los peores tics del franquismo. Ayer, los guardianes del nacional-catolicismo satanizaban a quienes no comulgaban con su doctrina, ya se tratara del cardenal Tarancón, de los monárquicos o de los democristianos: todos eran anti-españoles, junto a comunistas, socialistas o nacionalistas vascos y catalanes. Hoy, no menos molestos con quienes no comparten su visión de las cosas, los dirigentes catalanes se sacuden las críticas a su gestión tildándolas de agresiones a Cataluña. Todo aquel que ponga un reparo a sus ideas es ya un agente de la derecha política y mediática de Madrid, al parecer, un lugar rebosante de prejuicios anti-catalanes desde los lejanos tiempos de los Austrias... Ahí están las causas del desafecto de la mayoría de los catalanes por su clase política, expresado hasta la saciedad en las elecciones mediante una descomunal abstención.

No... No hay remedio. Como dijera Talleyrand de la nobleza francesa que se refugió en Alemania e Inglaterra durante la Revolución francesa y regresó al poder con los Borbones: «Esta gente no ha aprendido nada y no ha olvidado nada».

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