Noticias de Cantabria
29-05-2008 11:00

Doce Obamas

Vaya por delante que, gusto personal, habría preferido que fuera Hilaria Rhodam-Clinton la candidata demócrata a las presidenciales del primer martes tras el primer domingo del próximo noviembre.

Las primarias del partido del burro han puesto sobre el tapete electoral otro nombre, Barack Hussein Obama, hombre y (medio) negro, como contrincante del republicano John McCain (McIgual en el sarcástico epíteto de Timothy Garton Ash: Obama contra McIgual, “El País. Domingo”, 8-6-08, 11). El senador por Illinois ha traído, cuentan las crónicas, un entusiasta, y entusiasmado, ramalazo o bocanada de aire fresco, remembranza de los aires kennedyanos (ironías del destino: ¿una calcomanía u holograma del otro Kennedy, Robert, asesinado hace ahora cuarenta años?) y clintonianos con el que, de añadir su nombre a los de Abraham Lincoln y Franklin Delano Roosevelt, airear la infecta cochambre de codicia y necedad del (segundo) bushismo.  We, the pleople of the United States hablará (confiemos en que no en forma de mariposa, como en las malhadadas elecciones del año 2000) de manera inapelable para el próximo cuatrienio.

No es de las presidenciales americanas de lo que quiere ocuparse esta gacetilla sino de una institución capital en el entramado jurídico-político español, el Tribunal Constitucional. El símil obamiano es, bien se comprende, mero pretexto o proemio para llamar la atención acerca de una tarea, que algún editorial ha tachado de “urgencia constitucional” (“El País”, 8-6-08, 36), perentoria por inaplazable, la renovación (parcial) de aquél. Finalizado en diciembre pasado su mandato, el Senado (con el añadido de la designación, que en este caso compete al Congreso de los Diputados, del sustituto del magistrado Roberto García-Calvo, fallecido hace unas fechas) debe abordar, ahora bajo el nuevo procedimiento, que implica a las Comunidades Autónomas, introducido por la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de mayo del pasado año, la designación de los cuatro magistrados que sustituyan a los de 1998 a fin de dar continuidad institucional a un órgano definido como el máximo intérprete de la Constitución.

La prórroga del mandato (nueve años en el caso del Tribunal Constitucional, que se renueva por terceras partes cada cuatro años) de los miembros de los órganos constitucionales es siempre una anormalidad. Una anormalidad que trae causa de la correlación de fuerzas en las Cortes Generales (el Congreso de los Diputados y el Senado tienen la encomienda de designar, cada uno, a cuatro magistrados del Tribunal Constitucional; los otros cuatro son designados, dos por el Gobierno, y dos por el Consejo General del Poder Judicial), vale decir de la estrategia seguida en cada momento por los dos principales partidos, cuyo concurso es inexcusable para alcanzar la mayoría de tres quintos exigida por la Constitución. Una estrategia que, en cada momento, se adornará de la oportuna táctica a fin de, producido el vencimiento de los respectivos mandatos (y en el caso del Consejo General del Poder Judicial, el retraso acumulado en la debida renovación va camino de los dos años), reclamar imperiosamente la renovación o, por el contrario, dar largas a esta última. Sea como fuere, una paladina muestra del acendrado respeto que por las instituciones de rango constitucional tienen nuestros partidos políticos.

Cálculos partidistas al margen, la urgencia en la renovación (el tercio correspondiente al Senado, más la sustitución de García-Calvo, como se ha dicho) del Tribunal Constitucional se muestra con la perentoriedad de las situaciones de cris. Una “crisis” (institucional y, por eso mismo, grave) que no es sino la consecuencia a que ha abocado el (innegable) deterioro sufrido, y soportado, por el Tribunal Constitucional en estos últimos años y cuya punta de lanza ha sido la cadena de recusaciones de magistrados (que comenzara con la de Pablo Pérez Tremps, de la que hablé en su momento y que, por las razones entonces esgrimidas, en línea de otros articulistas, no debió ser aceptada por el Pleno) del Tribunal Constitucional con ocasión o al socaire de la impugnación del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña. Una cadena de recusaciones cuyo hilo conductor, en la jerga periodística, era la pretensión de alterar, en uno u otro sentido, la correlación “progresistas-conservadores” en la composición del Tribunal Constitucional, a fin de decantar el (previsible) fallo que en su momento (antes de la renovación, con o sin prórroga del mandato de los magistrados que habían de ser sustituidos). Los vaivenes de estos intentos de alteración/manipulación, de sobra conocidos y que han instalado en la opinión pública (siempre, la opinión publicada ... no hay otra, como es obvio) el marbete del “desprestigio” (irreversible) del (de este) Tribunal Constitucional, han concluido en el desgraciado asunto de la conversación telefónica mantenida entre la presidente del Tribunal Constitucional y una persona sospechosa, al parecer, de haber inducido el asesinato de su (ex; y no es un negro sarcasmo: en el momento de aquél, ya se había producido el divorcio) marido. Una conversación dada a conocer de resultas del levantamiento del secreto del sumario por la juez encargada de la investigación del (presunto) asesinato, con ocasión de la remisión al Tribunal Supremo, ante los (según la juez en cuestión) indicios de un asesoramiento indebido por parte de María Emilia Casas Baamonde, de la grabación telefónica, y que, como bien apuntaba Javier Pérez Royo (Una canallada, “El País”, 7-8-08, 18), debería ser motivo (más que justificado) de escándalo (jurídico y, por supuesto, político), pues nadie (desconozco los términos precisos del archivo decretado por el Supremo, aunque por lo publicado no parece que se haga hincapié en el asunto: “El País”, 6-6-08, 13) ha parado mientes en que la grabación de marras, dada su radical falta de conexión con el asunto investigado, y por razón del cual se acordó la intervención judicial de las comunicaciones telefónicas, tenía que haber sido destruida tan pronto como se constató su contenido.

Deterioro, crisis... renovación, en definitiva. No han faltado voces en los últimos meses que abogaran, ante la situación descrita a uña de caballo, por la dimisión de todos los magistrados del Tribunal Constitucional como única salida, desde la ética institucional, al callejón (¿sin salida?) en que, por activa o por activa, pero, en todo caso, como actores necesarios, los 12 magistrados del Tribunal Constitucional han colocado a la institución. Incluso, tomando pie en esta deteriorada, si no degradada, situación, alguna reciente toma de postura (excéntrica, para no decir atrabiliaria) ha postulado la exigencia de que las sentencias que declaren la inconstitucionalidad de una ley se aprueben con una mayoría cualificada, incluso por unanimidad, a fin de neutralizar, cauterizándola, los efectos perversos de la arriba aludida “correlación progresistas-conservadores” (Ignacio Sánchez-Cuenca, ¿Qué hacer con el Tribunal Constitucional?, “El País”, 4-6-08, 35).

Ya se milite en el bando de Tucídides (“la historia es la maestra de la vida”), ya entre los secuaces de Hegel (“lo único que nos enseña la historia es que no nos enseña nada”), parece inconcuso (quiero pensar, todavía, que el grado de cinismo e inepcia de los políticos españoles no les ha privado, aún, de una última brizna de responsabilidad y decoro ... institucional, por supuesto) que alguna lección hay que tomar de esta (desgraciada donde las haya, aunque, por supuesto, todo se puede mejorar ... o empeorar) historia. Dos al menos, a mi entender, a saber, una, que el estigma que he rotulado “correlación progresistas-conservadores”, si a los iniciados puede parecer injusto por inadecuado en una institución como el Tribunal Constitucional cuya única (en sentido material) justificación es la pericia en derecho de sus integrantes, es políticamente, esto es, en la medida en que atañe al gobierno de la res publica, de la cosa pública o política, irremediable, y, añadiría, ganada a pulso, en tanto que (hago abstracción de los intereses políticos de los diferentes medios de comunicación) con argumentos formales (y, vista la institución en sus entrañas, en su funcionamiento cotidiano, también material, pero esto, como es natural, no tiene trascendencia pública, de puertas afuera), como el apuntado, se torna ilusa la pretensión de modificar una conciencia instalada en la opinión pública, que, no lo olvidemos, es opinión política, no solamente, ni siquiera primordialmente, jurídica.

Y dos, que la única manera de revertir esta conciencia, vale decir, devolver (en sentido institucional, esto es, político) su prestigio al Tribunal Constitucional (su prestigio público, esto es, ad extra, hacia fuera; el otro, el que hace referencia a la calidad de sus decisiones jurisdiccionales, sus sentencias y autos, está fuera de toda duda, al menos para quien esto firma) es muy sencilla: designar por quien tiene competencia constitucional para ello (en el caso, el Senado) a personas de probada valía jurídica, que con su hacer jurisdiccional no sólo incrementen el acervo material del Tribunal Constitucional, la jurisprudencia constitucional, sino, en lo que aquí importa, el respeto político, ante la opinión pública, de la institución que llamamos Tribunal Constitucional. ¿Obvio, evidente, una perogrullada? Sin duda, mas, si, como decía el autor de Los monederos falsos, André Gide, y entre nosotros Camilo José Cela, todo está ya dicho, pero, como nadie atiende, hay que repetir todo cada mañana; si, parafraseando al autor de La visita de la vieja dama o Hércules el Grande, el dramaturgo suizo Friedrich Dürrenmatt, la maldición de la probatura de lo evidente se resiste a dejarnos, habrá que recordar una vez más el imperativo constitucional a la hora de llamar a las personas que deben servir en el Tribunal Constitucional, la reconocida competencia o prestigio, jurídico, va de suyo. En el caso presente, además, sin que sea preciso para que entren nuevos y vivificadores aires en la institución ... cambiar el color de la piel, como Obama, de los magistrados. Vale.

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