Noticias de Cantabria
29-09-2010 09:00

APOSTILLAS A UN ARTÍCULO SOBRE LA SENTENCIA DEL ESTATUT (VI)

36. Los dos aspectos que se abordan en las dos próximas entregas dicen relación con, según la caracterización de Viver, “el ámbito de las instituciones de autogobierno”, de un lado, y “el Poder Judicial”, de otro.

Aspectos respecto de los que, si hemos de creer las sucintas, casi asépticas, palabras del autor del artículo que da pie a estos, el pronunciamiento constitucional apenas habría rozado [“[...] sólo resultan afectados dos incisos [...]”, se dice en relación con el primero], tangencialmente casi, su compatibilidad con la Constitución. Apreciación que las que siguen pretender romper su realidad, mostrando, antes bien, su mera apariencia.

 37. El primero de los consignados se refiere, pues, a las “instituciones de autogobierno”, en concreto, dos, el Consejo de Garantías previsto en el Estatut y la delimitación de las funciones o atribuciones del Síndic de Greuges, el síndico de agravios o defensor del pueblo autonómico. Demos la palabra a Viver para situar la afección que del diseño estatutario del Consejo de Garantías resulta de la sentencia constitucional: “[...] el carácter vinculante para el Parlament de los dictámenes del Consejo de Garantías relacionados con los derechos estatutarios [...]”.

 38. El lector del artículo de Viver no puede, naturalmente, hacerse una cabal idea del sentido de la sentencia constitucional con tan escueta referencia al contenido de su fallo. Pongamos, por tanto, sobre aviso a aquél, al lector, antes de entrar en la valoración del juicio que a Viver merece la decisión constitucional.

 A este propósito, el Estatut preveía, defiriendo al desarrollo legislativo la determinación de los sujetos legitimados y el procedimiento oportuno, que el Consejo de Garantías podría ser requerido a fin de dictaminar cerca de la eventual vulneración por la normativa elaborada en su desarrollo de los “derechos estatutarios” consagrados en el texto estatutario. La peculiaridad de este requerimiento estribaba en el objeto normativo frente al que podía suscitarse la duda de compatibilidad con el Estatut. Un objeto, y aquí radicaba la peculiaridad de este instrumento de garantía de la supremacía de la norma estatutaria, que no venía dado por las leyes aprobadas por el Parlament sino por los proyectos o proposiciones de ley mediante los que se ejercitaba la oportuna iniciativa legislativa.

 Pues bien, interesa dar cuenta de las razones aducidas por el Tribunal Constitucional para fundar la improcedencia del “carácter vinculante para el Parlament de los dictámenes del Consejo de Garantías”. Improcedencia que se desenvuelve en dos planos, sucesivos y, aun, superpuestos. Uno, el “carácter vinculante” postulado por el Estatut contradice la esencia de la función legislativa y, por ende, la posición institucional de los parlamentarios, vale decir el derecho fundamental de participar en los asuntos públicos ex artículo 23.1 de la Constitución. Un derecho al que es inherente la participación en el procedimiento de elaboración de las leyes mediante la presentación de las oportunas enmiendas al texto de los proyectos y proposiciones de ley, de suerte que al quedar fijado, definitivamente fijado, el texto del proyecto o proposición de ley (antes, no se olvide, y este es el meollo de la cuestión) en el preciso momento (cuya determinación se entregaba, en todo caso, a lo que dispusiera la norma de desarrollo de la previsión estatutaria) en el que el sujeto legitimado instara del Consejo de Garantías su dictamen, en esta tesitura, se insiste, quedaba radicalmente yugulada la normal tramitación del procedimiento legislativo y, en consecuencia, afectado de manera inconstitucional el ejercicio del derecho fundamental inherente al desarrollo de la función parlamentaria.

 39. El segundo óbice al carácter vinculante del dictamen del Consejo de Garantías toma como referencia una perspectiva sincrónica, a saber, si el objeto que se somete a la consideración de aquél es el texto del proyecto o proposición de ley tal y como ha quedado tras la definitiva conclusión de la tramitación parlamentaria, esto es, como decisión del Parlament, bien que a esta, como producto normativo, no convenga en rigor la calificación de ley, pues esta no surge en tanto no se produzca la preceptiva promulgación (amén, por supuesto, de la debida publicación), dicha decisión, se insiste, no es sino la llamada, stricto sensu, a convertirse en ley, pues el acto de promulgación ninguna innovación puede operar en el texto aprobado por el órgano parlamentario.

 En otros términos, y situados en esta dimensión sincrónica, en rigor, en el momento quasi final en que estriba el in fieri que define el procedimiento de elaboración y aprobación de las leyes, la decisión objeto del dictamen [recte: enjuiciamiento] del Consejo de Garantías es, en puridad, la voluntad normativa del órgano parlamentario, vale decir una ley.

 En esta tesitura, por tanto, el papel asignado por el texto estatutario al Consejo de Garantías es el de un verdadero y propio tribunal constitucional, bien que ceñida su intervención a la garantía de los “derechos estatutarios” consagrados en aquel. La conclusión, así pues, es nítida: el Consejo de Garantías se arroga, bien que de modo parcial, la función del Tribunal Constitucional como monopolizador del control de constitucionalidad de las leyes, estatales y autonómicas.

 40. El juicio, empero, no debe detenerse aquí. La declaración de inconstitucionalidad se basa en una consideración expresa y en otra tácita o implícita. La primera, como se ha dicho, se funda en un dato formal, a saber, sólo el Tribunal Constitucional puede, con carácter decisorio, conocer de normas con rango o valor de ley. La segunda, asumida o no con clara conciencia de sus consecuencias, implica que el Tribunal Constitucional, puesto que afirma que es el único que puede expulsar del ordenamiento jurídico las leyes del Parlament que contradigan los “derechos estatutarios” plasmados en el Estatut, asume que este último es parámetro, canon de la constitucionalidad de las leyes autonómicas, esto es, que se integra en el convencionalmente conocido como bloque de la constitucionalidad.

 En otros términos, la, por seguir con una clásica identificación del constitucionalismo, parte dogmática de los Estatutos de Autonomía, aquí, los “derechos estatutarios” que el nuevo Estatuto catalán incorpora, por definición, diferentes, de los plasmados en el texto constitucional y, por tanto, singulares, privativos, de la norma autonómica institucional básica, el Estatuto de Autonomía, es entregada, con carácter exclusivo y excluyente, a la única defensa del Tribunal Constitucional. Defensa que engarza los dos sintagmas meritados, esto es, derechos estatutarios y bloque de la constitucionalidad, cuyo punto de conexión es, precisamente, el binomio Estatuto de Autonomía-ley autonómica.

 41. La consecuencia se ofrece nítida. Los derechos estatutarios, incorporados al bloque de la constitucionalidad, se erigen en canon del control que el Tribunal Constitucional reclama en exclusiva para sí. Un control que, por hipótesis, tiene como parámetro de enjuiciamiento las prescripciones que el Estatuto de Autonomía haya dispuesto en relación con aquéllos, de modo que, y a diferencia de lo que ocurre con las leyes de bases estatales (o, más ampliamente, “las Leyes que, dentro del marco constitucional, se hubieran dictado para delimitar las competencias del Estado y las diferentes Comunidades Autónomas o para regular o armonizar el ejercicio de las competencias de éstas”, en la dicción del artículo 28.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional), cuya habilitación dimana derechamente de la Constitución, en el caso presente el Tribunal Constitucional ha de velar por la integridad de una norma, el Estatuto de Autonomía, cuyo contenido aparece desligado del referente constitucional, ajeno, por hipótesis, a los vínculos que la norma estatutaria haya impuesto al legislador autonómico. En esta tesitura, por tanto, ¿puede, en puridad, hablarse en estos casos de control de constitucionalidad de las leyes autónomicas? Ciertamente, no.
 42.  La consecuencia extraída depara una conclusión insospechada, la traslación al supremo intérprete de la Constitución de la garantía de la parte dogmática de los textos estatutarios, esto es, de aquel contenido que, a tenor del artículo 147 de la Constitución, no tiene un carácter necesario, según la categorización de la Sentencia del Tribunal Constitucional 247/2007, de un lado; y, de otro, en íntima conexión, el indubitado carácter de los Estatutos de Autonomía como normas integrantes del bloque de la constitucionalidad, vale decir como normas rectoras de la validez de las leyes autonómicas. Mas, y esta es la paradoja de la conclusión alcanzada, el carácter de los Estatutos de Autonomía como normas que integran el bloque de la constitucionalidad puede ser puesto en entredicho a la luz de la construcción que el propio Tribunal Constitucional elabora sobre la regulación que el Estatut incorpora a propósito de las competencias de la Generalitat. Aserto cuya explicación, en todo caso, ha de esperar al momento oportuno.

 43. Conclusión (definitiva para esta entrega): la sentencia constitucional veta que la Generalitat pueda dotarse de un verdadero y propio tribunal constitucional.

 44. En un plano muy diferente se sitúa la afección del segundo “inciso (Viver dixit) atinente al “ámbito de las instituciones de autogobierno”. Traigamos las palabras del antiguo vicepresidente del Tribunal Constitucional: “[...] y la exclusividad de la función supervisora del Síndic de Greuges en relación con la Administración autonómica, que deberá compartir con el Defensor del Pueblo, aunque, adviértase bien, sólo cuando afecte a derechos constitucionales, no a derechos estatutarios”.

 Aquí, a diferencia de lo dicho respecto del Consejo de Garantías, ninguna vulneración del orden constitucional puede imputarse a la atribución con carácter exclusivo al Síndic de Greuges de la “función supervisora” en relación con los “derechos estatutarios” consagrados en el Estatut. Disposición que, sin el menor atisbo de duda, se engasta en el poder de disposición inherente al Estatut.

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