Noticias de Cantabria
14-08-2010 19:54

Apostillas a un artículo sobre la sentencia del Estatut (IV)

20. Última entrega sobre la cuestión de la lengua en la sentencia constitucional del Estatut. El propósito del epígrafe 19 de la entrega anterior era el de deshacer los “perversos equívocos” a que el planteamiento, de la mano, en su caso, de la propia sentencia, de Viver podía conducir ... y, de hecho, conduce.

Finalizaba aquel (séame, en aras de la debida ilación, permitida su reproducción) de esta guisa: “Si un ciudadano se dirige a un poder público (catalán), de palabra o por escrito, en castellano ... los poderes públicos (catalanes) han de dirigirse al ciudadano en castellano, la lengua de su opción en sus relaciones con aquéllos. Así pues, los poderes públicos (catalanes) no pueden, ante aquella manifestación lingüística de los ciudadanos, dirigir a éstos sus <comunicaciones> en otra lengua que no sea el castellano, no ya que aquéllas carezcan de “efectos” (jurídicos), antes bien, les está vedado constitucionalmente intentar “imponer” a los ciudadanos una lengua distinta de la que, inequívocamente, es la de su elección, el castellano. Es, obviamente, en mi criterio, la única consecuencia en términos constitucionales”.

 21. “[...] y además, añade la sentencia, no puede imponérsele [al ciudadano] la obligación de pedir a la Administración que les dirija las comunicaciones en castellano”. Afirmación, afirmación conclusiva, que se sustenta en una doble falacia superpuesta, una, imputable a Viver, la otra, a la sentencia, según la lectura que de la misma hace aquél. El resultado de esta concatenación, el agorero “[...] puede ser [el planteamiento del Tribunal Constitucional según el cual “el Estatuto no puede imponer el uso preferente del catalán [...], aunque inmediatamente admite que el legislador ordinario podrá dar ese trato preferente a cualquiera de las dos lenguas oficiales”] un semillero de conflictos”. Primera falacia, la que sintetiza la transcrita en la entrega anterior frase de Viver: “[...] si un ciudadano alega desconocimiento del catalán, las comunicaciones que los poderes públicos le dirijan en esta lengua carecen de efectos” [dicha queda la crítica a esta afirmación]. Segunda falacia, esta achacable a la propia sentencia constitucional: “[...] y además, añade la sentencia, no puede imponérsele [al ciudadano] la obligación de pedir a la Administración que les [el plural es incorrecto, pues el pronombre no remite a “las comunicaciones”, sino, precisamente, al “ciudadano”, sujeto de aquella remisión] dirija las comunicaciones en castellano”.

 22. Tal como está construido el párrafo (la suma o concatenación de las transcritas afirmaciones], el resultado no puede ser otro sino una verdadera aporía, un callejón sin salida, ese “semillero de conflictos”, en el vaticinio del antiguo magistrado del Tribunal Constitucional. ¿Entonces? Las aporías, propiamente, un nudo gordiano, sólo pueden romperse negando la mayor, yugulando el presupuesto sobre el que se asientan aquéllas. En nuestro caso, si, como decíamos, “si un ciudadano se dirige a un poder público (catalán), de palabra o por escrito, en castellano ... los poderes públicos (catalanes) han de dirigirse al ciudadano en castellano”. Así pues, dando por buena esta conclusión, que, al decir de la sentencia constitucional, al ciudadano “no [pueda] imponérsele la obligación de pedir a la Administración que les dirija las comunicaciones en castellano”, encubre una verdadera petición de principio, a saber, el ciudadano no tiene “la obligación de pedir a la Administración que les dirija las comunicaciones en castellano”, por la potísima razón de que tal obligación es, jurídicamente, inexigible, inexistente, antes bien, como se dijo en la ocasión que precede a la presente, “los poderes públicos (catalanes) no pueden, ante aquella manifestación lingüística de los ciudadanos [“si un ciudadano se dirige a un poder público (catalán), de palabra o por escrito, en castellano [...]”], dirigir a éstos sus “comunicaciones” en otra lengua que no sea el castellano”.

 23. Si aporía en cuanto al resultado, un maniqueo en el modo de argumentar. Se construye aquél a fin de justificar, a posteriori, el parti pris, la previa toma de postura, en nuestro caso aquel “semillero de conflictos” a que, una vez más, según Viver conduce la sentencia constitucional. Recuperemos el hilo del discurso. “Si un ciudadano alega desconocimiento del catalán”, comoquiera que “no puede imponérsele la obligación de pedir a la Administración que [le] dirija las comunicaciones en castellano”, la consecuencia que extrae el articulista es la siguiente: “Esto parecería llevar a la exigencia de que todas las comunicaciones fueran bilingües”. Mas, matización, “[...] sin embargo, la sentencia afirma que pueden hacerse en una única lengua siempre que se arbitren <mecanismos> para que quienes prefieren la comunicación en castellano puedan obtenerla sin que el mecanismo para conseguirlo les suponga una carga”.

 24. El maniqueo que se denuncia obliga a desmontar las razones en que se basa, siquiera la respuesta ya venga dada por la resolución de la aporía que constituye su trasfondo. Mas, cortesía intelectual, demos paso a aquella respuesta (innecesaria, en todo caso, por lo que queda dicho) aplicada a aquellas “razones” en que se sustenta el maniqueo construido.

 “Esto [“[que al ciudadano] no puede imponérsele la obligación de pedir a la Administración que les [sic] dirija las comunicaciones en castellano”] parecería llevar a la exigencia de que todas las comunicaciones fueran bilingües”. ¿Exigencia? En modo alguno. Si, vuelvan sus ojos más arriba, “un ciudadano se dirige a un poder público (catalán), de palabra o por escrito, en castellano ... los poderes públicos (catalanes) han de dirigirse al ciudadano en castellano, la lengua de su opción en sus relaciones con aquéllos”.

 25. Sobre el apriorismo [recte: un maniqueo] antecitado [“[...] parecería llevar a la exigencia de que todas las comunicaciones fueran bilingües”], la matización que se desprende de la sentencia constitucional. Una vez más: “[...] la sentencia afirma que pueden hacerse [las “comunicaciones”] en una única lengua siempre que se arbitren <mecanismos> para que quienes prefieren la comunicación en castellano puedan obtenerla sin que el mecanismo para conseguirlo les suponga una carga”.

 Posibilidad, pues, de que las relaciones entre la Administración y los ciudadanos se traben en una única lengua, “siempre que se arbitren <mecanismos> para que quienes prefieren la comunicación en castellano puedan obtenerla sin que el mecanismo para conseguirlo les suponga una carga”. ¿[...] para que quienes prefieren la comunicación en castellano ... puedan obtenerla? ¿Qué entiende, puesto que quien habla aquí no es Viver sino la sentencia, el colegio constitucional por “preferencia”? Más aún, supuesto que sea el ciudadano quien, ab initio, se ha dirigido a “los poderes públicos (catalanes) [...] en castellano, ¿está diciendo el colegio constitucional que el ciudadano ha de reiterar su “preferencia” por el castellano? ¿Autoriza la co-oficialidad a que “los poderes públicos (catalanes)”, ante una inequívoca (en castellano) “manifestación lingüística de los ciudadanos”, empleen, en la primera ocasión en que se dirijan a los ciudadanos, tras la primera manifestación (lingüística) de éstos, la lengua co-oficial, aquí, el catalán? ¿Este entendimiento es compatible con el status del castellano y de las demás lenguas co-oficiales, un status, no se olvide, articulado sobre el binomio deber/derecho, posiciones jurídicas situadas en planos diferentes? ¿El (mejor, por no decir único) servicio al ciudadano, exigencia legal derechamente anudada en el servicio de los intereses generales a que se refiere el artículo 103.1 de la Constitución, puede hacerse deudora de esta “deferencia” (dicho sea sin el menor atisbo irónico, menos aún, sarcástico) para con los ciudadanos, que, ante la expresión lingüística de “los poderes públicos (catalanes)” [en catalán, por hipótesis], han de [eso sí, “sin que el mecanismo para conseguirlo [entenderse con “los poderes públicos (catalanes)”... en castellano] les suponga una carga”] han de “reafirmar” su preferencia lingüística [por el castellano]? Si este es el pensamiento del colegio constitucional, manifiesto mi más profunda discrepancia con la tal doctrina.

 26. “[...] sin que el mecanismo para conseguirlo [entenderse con “los poderes públicos (catalanes)” ... en castellano] les [a los ciudadanos, que, por hipótesis, se han dirigido “[...] a un poder público (catalán), de palabra o por escrito, en castellano] suponga una carga”. Concedámosle a Viver [nobleza obliga: cuando la perplejidad, aun tenue en su expresión, no es infundada, la cortesía, periodística y académica, demanda el debido reconocimiento y, aun, adhesión] la justeza de su reacción ante esta toma de postura del colegio constitucional: “Aquí deberá verse qué se entiende por carga en este contexto y deberá ponerse imaginación para hacer compatible el uso del catalán con la ausencia de cargas individuales”. Dicho lo que antecede, sobra cualquier apostilla ... a la afirmación del colegio constitucional.

 27. Y, tras las relaciones [lingüísticas] entre “los poderes públicos (catalanes)” y los ciudadanos, el status lingüístico de los particulares, más en concreto, de “empresas y establecimientos”. Dice el antiguo magistrado del Tribunal: “Por último, el legislador que regule la obligación de empresas y establecimientos de atender en cualquiera de las dos lenguas, según parece decir la sentencia, deberá hacerlo en función de los tipos de establecimiento -no es lo mismo una gran empresa que una empresa familiar- y sin exigir que todos los dependientes hablen las dos lenguas”.

 Vayamos por partes [aunque, excusatio non petita, acusatio manifesta, sea ociosa la aclaración, quizá no sea inoportuno advertir a los aficionados a la truculencia que en la expresión no hay la menor connivencia, menos aún, afinidad, con las aficiones de Jack the ripper]. El legislador [ordinario, por contraposición al legislador estatuyente] viene habilitado para “regular” el uso de la lengua co-oficial en el ámbito que nos ocupa, el de “empresas y establecimiento”, uno. Dos, esa regulación se concreta en la imposición de una “obligación”, la de “atender [al público, y no se vea matiz peyorativo en la expresión, es la de toda la vida, cuando hablamos de relaciones comerciales entre particulares] en cualquiera de las dos lenguas”. Tres, la imposición de la sedicente obligación ha de hacerse [matización: “[...] según parece decir la sentencia [...]”] “en función de los tipos de establecimiento [...] y sin exigir que todos los dependientes hablen las dos lenguas”.

 28. Argumento circular, pero, paradojas al margen, es la única manera de romper la aporía, el círculo vicioso: ¿la regulación del uso de la lengua co-oficial en el ámbito de “empresas y establecimientos” demanda ineluctablemente la erección de la meritada “obligación”?, ¿es, una vez más, coherente esta consecuencia [recte: argumento pro domo sua], y discúlpeseme, una vez más, la auto-cita, “con el status del castellano y de las demás lenguas co-oficiales, un status, no se olvide, articulado sobre el binomio deber/derecho, posiciones jurídicas situadas en planos diferentes”?

 Más aún, y en un plano diferente aunque consecuente a este que, para entendernos, podemos caracterizar, con toda la impropiedad que se quiera, como estrictamente formal, lo sustantivo en este asunto de la lengua estriba en inquirir acerca de la legitimidad de los parlamentos [sí, esas representaciones, y como toda representación, ficticia, como bien sabía Leon Duguit, que lo podían todo ... salvo convertir a un hombre en mujer; hoy, esto último, posible, y sin la necesaria intermediación [palabra que sí registra el Seco] del representante de la soberanía nacional] para legislar sobre la lengua en que las personas pueden, y deben, comunicarse, para imponer un determinado medio de expresión, siquiera en nombre de ese fetiche, de ese mantra, de una sedicente “normalización”. La lengua, incluso en su dimensión estrictamente gramatical [y algo dijo a este respecto hace unos años el Tribunal Constitucional federal alemán], es, debe ser, un reducto inmune a las “inmisiones” del legislador, como perteneciente al ámbito en el que se desarrolla por antonomasia la inter-subjetividad del ser humano. La lengua, y algunas cosas más, como, tal vez ... las corridas de toros.

 29. Mas, apuremos el razonamiento: “[...] el legislador que regule la obligación de empresas y razonamientos de atender en cualquiera de las dos lenguas [...] deberá hacerlo en función de los tipos de establecimiento [...] y sin exigir que todos los dependientes hablen las dos lenguas”.

 “No es lo mismo una gran empresa que una empresa familiar”, dice Viver a este propósito. Permítaseme una nada insidiosa pregunta, de la que está ajena todo afán caricaturesco: ¿a fin de hacer realidad esta matizada obligación, debe el empleado de “El Corte Inglés” [y conste que es el primer nombre que se me viene a la pluma: ninguna comisión tiene el que escribe del renombrado grupo comercial] que desconoce el catalán dejar de atender al cliente que desea que se le venda un disco o unos vaqueros en catalán a la espera de que pueda hacerlo un dependiente versado en la lengua de Jacint Verdaguer? Ridícula parece la respuesta ... como desquiciado es el mismo planteamiento de la pregunta.

 30. Anteúltima entrada: “Igualmente, parece [la sentencia constitucional] reconocer la constitucionalidad del derecho a dirigirse en catalán a los órganos constitucionales del Estado y a los Tribunales Constitucional y Supremo, aunque corresponde al legislador estatal concretar su alcance y contenido”. “[...] aunque corresponde al legislador estatal concretar su alcance y contenido”. Flatus vocis, pues, la sedicente “[...] constitucionalidad del derecho a dirigirse en catalán a los órganos constitucionales del Estado y a los Tribunales Constitucional y Supremo [...]”. Justificación del aserto: no de otro modo puede caracterizarse un “derecho” cuya efectividad se sitúa extramuros del poder de disposición de la fuente, el Estatut, que hace la meritada declaración.

 31. “[...] los poderes públicos (catalanes) [...]”, como sujeto sobre el que se construye, en los términos antecitados, su posición jurídica respecto de las relaciones lingüísticas que traben con los ciudadanos. Mas, el referido no es el sujeto de la convencionalmente conocida como Administración de Justicia, es decir, el engranaje diseñado por el Estado [el Estado-aparato, por decirlo al modo de los constitucionalistas, por contraposición al Estado-ordenamiento] como instrumento (recte: el conjunto de personas y medios materiales) del poder judicial (único, por definición), esto es, como depositario (todos y cada uno de los titulares de los órganos en que reside la potestad jurisdiccional) de la función jurisdiccional, del poder de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en todo tipo de procesos. En consecuencia, a la Administración de Justicia (sin perjuicio, pero esto no añade nada sustancial, de las atribuciones de las Comunidades Autónomas sobre la llamada administración de la Administración de Justicia) le son de todo punto ajenas las consideraciones que anteceden acerca de la lengua a través de la que deben canalizarse las relaciones entre los ciudadanos y “los poderes públicos (catalanes)”, vale decir, la Administración pública (autonómica y local) stricto sensu.

 Y, sin embargo, por lo que hace a la Administración de Justicia, no es infrecuente encontrarse con atestados policiales redactados en la lengua co-oficial, que, a mayor abundamiento, aunque esto en sí sea indiferente, se entregan al abogado defensor minutos antes de la declaración del detenido ante el juez; con resoluciones judiciales escritas en la lengua co-oficial; con, en definitiva, documentos oficiales circunscritos estrictamente al ámbito de la Administración de Justicia que no están redactados en la lengua común, en castellano. Práctica, sin duda, contraria no sólo al régimen que se desprende del artículo 3, en relación al artículo 149.1. 5ª y 6ª, de la Constitución, sino, más radicalmente aún, al derecho de tutela judicial efectiva y de defensa proclamados en los números 1 y 2 del artículo 24 del texto constitucional.

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